Decir que Alejandro era temido sería quedarse corto. Su nombre era como un conjuro que paralizaba a todos en la casa. Cuando alguien lo pronunciaba, lo hacía en voz baja, como si el eco pudiera despertarlo, incluso estando lejos.
Yo no entendía cómo un solo hombre podía cargar tanto peso. Ni cómo los demás podían vivir doblando la espalda ante su sombra.
Pero más extraño aún fue el día en que mi madre me dijo:
—Algún día, ese nombre será tuyo.
Me reí. Pensé que era una broma cruel.
—¿El mío? —pregunté—. ¿Por qué?
Ella no respondió. Solo miró hacia el patio, donde el sillón de madera había sido trasladado por orden de Alejandro. Ahora estaba bajo el gran árbol de ceiba, como un altar en medio del campo.
—Tu abuelo quiere que lo observes —dijo—. Que aprendas.
Yo no quería aprender de él. No quería convertirme en otro Alejandro. Pero algo dentro de mí, algo primitivo y rebelde, también quería vencerlo. No físicamente. Quería demostrarle que la fuerza también puede venir del respeto, no del miedo.
Esa noche lo espié desde la ventana. Estaba sentado en el trono de madera, solo, con la mirada fija en el horizonte.
Y por primera vez lo vi… frágil.
No por su edad, no por su cuerpo. Era una fragilidad que venía desde el alma. Una grieta escondida entre tanta dureza.
Y supe, sin que nadie me lo dijera, que el peso del nombre no era un privilegio. Era una condena.
—
Continuará…
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