Aquel día llovió sin parar. El cielo lloraba con una furia antigua, como si la tierra necesitara purgar algo. Y sin embargo, adentro, la casa estaba en calma.
Alejandro se quedó toda la tarde junto a la ventana, observando la lluvia caer en silencio. Yo me senté en la esquina, con un cuaderno en blanco sobre las piernas, fingiendo escribir, aunque solo lo miraba.
—¿Querés saber por qué soy así? —preguntó de pronto, sin mirarme.
Me sobresalté. No sabía que sabía que lo estaba observando.
—Porque me criaron sin abrazos. —Hizo una pausa larga, como si le costara escarbar en el recuerdo—. Aprendí a hablar con órdenes, a escuchar con sospecha y a querer… con distancia.
No supe qué responder. Tenía mil preguntas, pero todas se atragantaron en mi garganta.
—Mi padre era como yo. O peor. Y sin embargo, yo lo seguía como un perro fiel. Porque cuando un hombre te niega el cariño, uno lo convierte en deseo. Y ese deseo te arrastra toda la vida.
Lo miré con una mezcla de rabia y compasión. Por primera vez, no lo vi invencible. Lo vi humano. Roto. Como un espejo que todavía refleja, pero ya no completo.
—¿Y vos qué querés que sea? —me atreví a preguntar.
Él se giró y me clavó la mirada. Fuerte. Pero no dura.
—Quiero que seas mejor.
Y en ese momento, supe que no todo estaba perdido. Que incluso los árboles más viejos pueden dar sombra… si uno aprende a leer sus raíces.
—
Continuará…
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