El entierro de Alejandro fue breve, pero solemne. No hubo discursos largos ni lágrimas escandalosas. Solo tierra, silencio y una cruz de madera que el niño talló con sus propias manos. Lo hizo en secreto, encerrado en el viejo taller, con las herramientas que su abuelo usaba para reparar cercas y domar el mundo a su manera.
La cruz no era perfecta, pero tenía algo que ninguna otra tenía: historia.
Durante los días siguientes, la hacienda se movía como si caminara en puntillas. La abuela hablaba poco, los peones cumplían sus tareas con la cabeza gacha, y el niño… el niño llevaba el anillo al cuello, colgado de una cuerda de cuero. Sentía que pesaba más con cada paso.
Una tarde, mientras recorría los linderos de la propiedad —como lo hacía Alejandro— se encontró con un hombre desconocido. Vestía elegante, pero no traía tierra en las botas. Hablaba rápido, con acento de ciudad.
—¿Tú eres el heredero?
El niño no respondió. Lo miró directo a los ojos, como le enseñaron.
—Vengo a hablar con el encargado. Hay papeles, escrituras, deudas pendientes…
—El encargado murió —dijo el niño con voz firme—. Pero el dueño aún está aquí.
El hombre sonrió con condescendencia.
—¿Tú?
—Yo.
El silencio se volvió tenso. Por un instante, el hombre pareció medir al muchacho, como si intentara decidir si reírse o tener cuidado.
—Muy bien, dueño. Hablaremos otro día.
Se marchó sin saludar. El niño lo observó hasta que se perdió en el camino polvoriento.
Esa noche, en el mismo escritorio donde su abuelo leía mapas y libros de historia, el niño abrió un viejo cuaderno de tapas duras. Escribió su nombre en la primera página. Luego, debajo, una frase:
"Aquí comienza mi historia."
Y mientras la luna iluminaba la hacienda, el heredero del trueno comenzaba a escribir su propio legado. Ya no era solo un niño. Ahora, era quien debía sostener el apellido… y hacerlo retumbar.