El tiempo, en la hacienda, no se medía en calendarios. Se medía en cosechas, en lluvias, en el grosor de las cicatrices que el alma iba acumulando sin hacer ruido.
Pasaron los años como pasan los ríos: sin detenerse.
El niño ya no era niño. El espejo ahora reflejaba una mirada más firme, cejas más marcadas, hombros que comenzaban a ensancharse. Sus manos, endurecidas por la tierra y el trabajo, ya no temblaban como antes. Su voz, aunque aún joven, tenía el peso de quien ha vivido en silencio.
La abuela lo observaba desde la distancia, sabiendo que algunas transformaciones no necesitan testigos, solo respeto.
Una mañana, antes del amanecer, se levantó con una inquietud distinta. No era miedo ni nostalgia. Era una necesidad de cerrar un ciclo.
Caminó hasta la tumba de Alejandro. Llevaba en la mano una piedra lisa que había guardado desde niño, la misma que encontró el día del entierro, cuando no entendía del todo lo que significaba la muerte. La dejó sobre la cruz de madera, ya envejecida por el sol y la lluvia.
—Gracias —susurró.
Luego volvió a casa, abrió el viejo ropero del abuelo, y sacó una chaqueta de cuero que nunca se atrevió a usar. La probó. Le quedaba justa. Como si hubiera estado esperándolo.
Al mirarse en el espejo, no se vio disfrazado. Se vio listo.
Ese mismo día, fue al pueblo por primera vez solo. Caminó derecho, con paso seguro, saludando con un leve movimiento de cabeza a quienes lo miraban con asombro. Algunos lo recordaban como un niño que cargaba leña en los brazos. Ahora, veían algo más.
El muchacho ya era adolescente.
Esa noche, encendió una vela en el escritorio de Alejandro. Abrió el cuaderno donde solía escribir sus pensamientos y, en vez de palabras sueltas, escribió una frase con trazo firme:
"He dejado atrás la sombra. Ahora camino como quien lleva el trueno en la piel."
Y cerró el cuaderno. Ya no era heredero solo por sangre. Ahora, lo era por decisión.