El símbolo entre sombras

La carta seguía guardada en el mismo cajón, pero desde hacía días, pesaba más que una piedra. El joven la leía cada noche, buscando pistas entre las líneas, analizando la caligrafía, el papel, el símbolo de la serpiente. Una amenaza escrita con elegancia.

Una madrugada, tras una fuerte tormenta, uno de los peones golpeó su puerta con urgencia.

—Se metieron al archivo viejo, patrón. Revolvieron papeles, dejaron un símbolo en la puerta... —dijo, extendiendo una hoja rota—. Igualito al de la carta.

El joven la tomó. Era una pintura rápida, tosca, pero clara: la misma serpiente, esta vez con un ojo rojo pintado en el centro. No era una simple amenaza. Era una marca. Un mensaje.

Fue al archivo. Documentos por el suelo, cajones abiertos. No se llevaron nada valioso, pero sí abrieron el estante donde estaban los antiguos registros de la hacienda. Contratos, herencias, límites de tierra.

Buscaban información. O quizás… buscaban borrarla.

Entre los papeles descubrió una carta vieja de Alejandro, dirigida a un tal Arístides Gálvez. En ella, el patriarca hablaba de un terreno en disputa, comprado con “dinero envenenado” que ahora “exigía su factura”.

Ese nombre, Gálvez, no le sonaba a nadie de la familia. Era un fantasma. Pero algo le decía que no estaba lejos.

Esa misma semana, mandó a llamar a un escribano de confianza del pueblo. Le pidió revisar los libros públicos, los registros de propiedad. Quería saber quién había intentado alterar el pasado.

Y entonces lo entendió: el ataque no era contra él como persona. Era contra su derecho a estar allí.

Querían borrar sus raíces.

Esa noche, escribió en su cuaderno:

"La serpiente no muerde al azar. Escoge al que tiene veneno en la sangre. Pero yo no heredé veneno. Heredé memoria. Y la memoria... no se quema."

Miró por la ventana. La hacienda dormía. Pero él ya no podía darse ese lujo.

El trueno estaba despierto.