Jacinto no volvió a la hacienda. Al día siguiente, sus cosas ya no estaban y nadie lo vio partir. Pero dejó una carta sobre la silla del comedor común. Sin firma. Solo una frase:
"A veces, el veneno entra con una sonrisa."
El joven leyó la frase más de una vez. Tenía una corazonada.
Reunió a los peones de confianza y les pidió revisar los últimos movimientos de uno de los jóvenes administradores, Germán, un muchacho instruido que había llegado meses atrás con recomendaciones desde la capital. Era carismático, educado… y demasiado curioso.
Mientras investigaban, uno de los muchachos halló una caja oculta en el desván del ala norte. Dentro: copias de planos de la hacienda, cartas redactadas con la misma caligrafía que la amenaza, y lo más revelador: un cuaderno con anotaciones sobre las rutas de envío y una firma incompleta… acompañada por el mismo símbolo de la serpiente, trazado a mano.
No había duda. Germán no solo saboteaba. Germán era parte de algo más grande.
Esa tarde, lo enfrentaron.
—Pensé que tardarías más en descubrirlo —dijo, sin miedo—. Pero claro, llevás el trueno en la sangre. No podías ser tan tonto como parecías.
—¿Quién te envía?
—No importa. Lo importante es que vos… ya no deberías estar aquí. Esta tierra no te pertenece.
El joven lo miró con la misma firmeza con la que Alejandro solía mirar a sus enemigos.
—¿Y a quién sí le pertenece? ¿A los cobardes que mandan cartas en la sombra?
Germán sonrió con burla.
—No somos cobardes. Somos antiguos. Esta tierra fue pactada antes de que vos nacieras. Y ese pacto... está por cumplirse.
Antes de que pudiera decir más, fue escoltado fuera de la hacienda.
El joven sabía que no podía entregarlo a las autoridades sin poner en riesgo algo mayor. Pero lo dejó ir con un mensaje:
—Deciles que el trueno no se arrodilla. Que aquí no hay miedo. Que si vuelven… no encontrarán tierra. Encontrarán fuego.
Esa noche, mientras el cielo rugía en la distancia, sacó la carta original de la serpiente y la colocó sobre el escritorio.
Ahora tenía más que una amenaza. Tenía un enemigo. Y sabía que la guerra… apenas comenzaba.