El galope era intenso, casi inhumano. El joven no había dormido en dos días, pero no podía pensar en eso. La nota ardía en su bolsillo como una chispa de pólvora.
Cuando divisó la hacienda, algo le pareció extraño. No había humo. No había movimiento. Silencio. Como si el tiempo se hubiera detenido.
Simón y Lucas alzaron las armas, instintivamente.
Entraron por la puerta principal. Todo en su sitio, pero con una calma inquietante. Hasta que desde la cocina salió Elda, con los ojos inflamados.
—¡Gracias a Dios… estás bien!
—¿Qué pasó? —preguntó el joven.
—Vinieron tres hombres… buscaban algo. No entraron con violencia. Solo dijeron que tenían un mensaje del “hijo del desierto”. Dijeron que volverán cuando estés solo.
El joven apretó los puños.
—¿Se llevaron algo?
—Solo el retrato viejo de Alejandro… y el cuaderno que guardabas bajo llave.
Eso lo detuvo.
—¿Cuál cuaderno?
—El que tenía la palabra “Celso” en la tapa.
Silencio.
Sabía que era una advertencia. Lo estaban desnudando poco a poco, quitándole historia, quitándole símbolos. Caelum no solo quería tierra. Quería borrar el legado de Alejandro. Y sembrar el suyo.
Esa noche, mandó reforzar todas las entradas. Pero también llamó a un escribano del pueblo. Mandó una carta.
Una sola línea:
“La tierra se tiñe de rojo cuando el trueno se prepara.”
Era una señal. Para sus nuevos aliados. Para el enemigo.
El joven, ahora más que nunca, entendía que su lucha ya no era por defender… sino por reclamar lo que nunca debió cederse.