La noche cayó como un velo denso sobre la hacienda. El joven ya no confiaba en la oscuridad, pero esta vez sería su aliada.
—Si el hijo del desierto viene por mí, que lo haga pensando que me tiene en sus manos —dijo.
Simón y Lucas prepararon el terreno: hombres escondidos en los corrales, trampas en los caminos de acceso, señales entre los árboles. Nada improvisado. Todo pensado al detalle.
En el centro de la hacienda, el joven dejó una lámpara encendida y el retrato de Alejandro… restaurado. Un mensaje claro: "Aquí seguimos."
Pasada la medianoche, tres sombras cruzaron los límites de la finca. Uno llevaba un pañuelo rojo, los otros dos iban armados. Se movían como si conocieran el terreno… pero no sabían que ya no era el mismo.
Cuando llegaron a la entrada del establo, una figura los esperaba, sentado.
—Buscás al heredero, ¿no? —dijo el joven, sin miedo.
El del pañuelo rojo se adelantó. Lo miró con desprecio.
—Te pareces a él… pero no sos él.
—No —respondió el joven—. Soy algo más peligroso: soy quien sabe quién sos vos.
El del pañuelo se tensó.
—Caelum te crió en el rencor, pero nunca te dio verdad. ¿Sabés que Celso fue hermano de Alejandro? ¿Sabés que esta tierra era parte de él antes de que vendiera su alma?
Los hombres dudaron. Uno de ellos bajó el arma ligeramente.
—¡Mentiras! —gritó el del pañuelo.
En ese instante, un silbido corto rompió el aire. Señal.
De los rincones salieron los aliados. No armados. No con violencia. Solo con antorchas. Rodearon a los intrusos.
—El Trueno no se hereda —repitió el joven—. Se defiende. Y ahora también se limpia.
El del pañuelo intentó correr. Una trampa lo detuvo. Cayó, no herido… pero humillado.
—Decile a tu padre —le dijo el joven, acercándose— que el pasado ya no es suyo. Y el futuro tampoco.