Del relato de Mitra Ishtar
Un murmullo, como el viento del desierto susurrando secretos entre las dunas, se colaba en el sueño de Mitra. Soñaba, otra vez, con los días en que el sol no era una amenaza, ni los hombres un obstáculo. Soñaba con el jardín de su infancia, con el regazo de su madre, con las manos fuertes y curtidas de su padre guiándola entre rollos de seda y cuentas de plata.
Veía la figura borrosa de su padre, su rostro trabajado por el sol y la sabiduría, sonriéndole mientras le entregaba una pequeña gacela de madera tallada.
—Eres rápida e inteligente como ella, mi pequeña —decía su voz, distante pero clara—. Pero el mundo es un coto de caza. Para sobrevivir, la gacela debe aprender la astucia del zorro y, a veces, el rugido del león. Por eso te llamé Mitra, para que lleves la luz y la fuerza, para que tu nombre resuene con poder incluso donde solo esperan la sombra de un hombre. La gacela en sus manos infantiles parecía cobrar vida al admirarla.
—Y llevarás mi nombre —interrumpió su madre la meditación de la pequeña—, Ishtar, para que nunca olvides quién eres.
Mitra Ishtar parpadeó y el sueño se disolvió en la luz lechosa que se derramaba desde el gran ventanal de la izquierda. El sol de la mañana atravesaba los finos lienzos de seda, pintando patrones danzantes sobre la alfombra persa y el tapiz que narraba la caza de un rey en la pared opuesta.
Pero la única vista que importaba estaba a su lado. El calor del cuerpo de Ardashir era su ancla al presente; el peso de su brazo sobre su cintura, un puerto seguro. Él se removió, un murmullo grave vibrando en su pecho, y su aliento cálido le erizó la piel de la nuca.
—¿De nuevo soñando con Susa, mi sol? —murmuró él con voz ronca, depositando un beso en su hombro.
Mitra sonrió y se giró para verlo. —¿Cómo sabes que soñé con Susa, amor? —le dijo, esbozando una sonrisa mientras se acercaba a su rostro. —Por el brillo de tus ojos, Dama Ishtar —respondió él con una sonrisa pícara en los labios.
Mitra entrecerró ligeramente los ojos, sabiendo que lo hacía para provocarla. —Mitra Ishtar, ¿acaso tanta confrontación te dañó la memoria? —le lanzó un pequeño golpe en la amplia y fuerte espalda.
La tenue luz que entraba por la ventana iluminaba su silueta mientras se incorporaba en la cama. Su piel morena y tersa, como tierra húmeda al amanecer; su complexión, delicada y fuerte gracias a años de montar a caballo y camello.
Ya se había acostumbrado a los problemas relacionados con su nombre. Después de todo, Mitra era un nombre masculino y un nombre importante por ser el de un dios; un nombre imponente, desde luego.
«Un nombre que llevas con más gracia y poder que cualquier hombre que yo conozca, mi Dama Mitra», le había dicho una vez Ardashir. Eso la hacía sonreír.
Mientras una sirvienta entraba con la discreción de una sombra y se dirigía a la pequeña puerta junto al espejo para preparar el baño, la conversación derivó hacia los quehaceres del día. Ardashir se levantó, estirando los brazos con el sonido de huesos acomodándose.
Mitra observó a su prometido mientras se preparaba sin prisa, tranquilo y sereno. Le encantaba eso de él: siempre era la calma en la tormenta y, cuando ella estaba fúrica, era su ancla a tierra, aquello que le impedía sucumbir ante su ira.
—Hoy debes revisar la caravana de las gemas de Bactria, ¿no es así? —preguntó él, mientras sacaba una ancha pulsera con algunas joyas incrustadas de su buró. Siempre le gustó el bronce; no lo comprendía. Para ella, la plata era mucho más bonita.
—Sí. Han tenido retrasos en la ruta del este. Y lo peor es que el nuevo capataz me evita la mirada... Supongo que no confía en una mujer que le paga el salario —dijo ella, alisando la tela con gesto paciente—. Como siempre, tendré que reprenderlo pronto.
—¿Quieres que vaya yo a intimidarlo? Ponerlo un poco en su sitio, si los dioses me crearon así bien podría aprovecharlo para asustarlo —sugirió él, dándole un leve empujón con el hombro al pasar detrás de ella.
—No —respondió ella, tratando de empujarlo con la cadera—. Te quiero a ti solo para mí. Yo puedo manejarlo, como siempre. ¿Acaso no te he contado...? —empezaba a decir Mitra, orgullosa, cuando fue interrumpida.
—¿La historia de tu padre y el vendedor de lino? La habré escuchado unas veinte veces... y solo esta semana —rio él, mientras caminaba hasta el baúl a los pies de la cama donde estaba Mitra para abrazarla por la espalda. Ella se sonrojó. ¿Tanto le gustaba contar esa historia?
—¡No exageres! —le dijo, empujándolo con la cadera hacia la cama. Se volteó y se puso encima de él—. Los hombres como él no durarán mucho en este negocio si no aprenden a respetarme, ¿recuerdas? ¿Quién es la Mercader de Mercaderes? ¿Crees que gané ese título solo por bonita? —le dijo mientras jugueteaba con sus manos, aprisionándolo contra la cama, o eso parecía. Ella sabía que, si él lo intentara, saldría muy fácil de esa situación; lo sabía por experiencia.
—Ayer un consejero imperial me preguntó si mis ganancias eran administradas por mi padre o mi prometido —bufó Mitra. Ardashir forcejeó un poco y cambió los roles. Ahora Mitra estaba contra la cama.
—Tal vez debas decirle que yo soy quien toma las decisiones. Así lograrías más rápido los permisos y contratos —dijo Ardashir mirándola a los ojos, su voz un murmullo, mientras la tenía sin poder moverse.