“Uno se alzaba por su divinidad absoluta, con ojos como el sol y dedos bañados en oro. El Dios Sensitivo había dado origen al mundo conocido, transmutando la vida y lo que esta misma representaba, otorgándole un significado al sentir.
No tardó en caminar a su lado su hermano, con las hojas bajo el brazo, la pluma entre sus dedos, y las perlas en su cuello. Era el Dios Sabio, quien abrió las mentes y proveyó de un conocimiento ilimitado para la sobrevivencia, dándole el significado al vivir.
La ciudad de los orígenes se levantó, la primera en existir habitada por hombres y mujeres nacido de piedra y devoción.
No fue más el error de uno de los dioses lo que el caos sembró, y como resultado, un dios desapareció.
Perdido sin rumbo ni objetivo, el segundo dios se dio al olvido. No había razón para seguir, su gran amor había dejado de existir.
En desconfianza e incertidumbre la tierra perecía, sin más salida todos sus habitantes partían y desertaban por una mejor vida. No fueron muchos los que quedaron y prometieron proteger el tesoro sagrado, lo único que había quedado de los Dioses Hermanos.
Sobre el gran pilar descansaron las perlas, por siglo tras siglo, evitando que la creación de los dioses cayera al perpetuo olvido. Pero el olvido no era un sitio, sino una conciencia en busca de venganza. La misma que arrancó la paz y la esperanza desde la cual la misma vida se confiaba.
La tierra de los orígenes perdió sus perlas, los guardianes que habían intentado protegerlas habían perecido con ellas, y aunque muchos habían logrado sobrevivir, el sentir y el vivir había cambiado para siempre, en manos de lo que se conoció en un futuro como la maldición de Zerve”.
Relatos de Kugmartan: Tierra de Dioses.
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Editado: 05.10.2021