Herencia del sur

El que viene del barrio

Nadie recuerda Ceibal

Ni en los mapas ni en las noticias. Un punto olvidado entre campos resecos, cielos inmensos y caminos de tierra que no llevan a ninguna parte. Pero ahí nació Javier Ardaiz, bajo el calor denso de una tarde de enero, cuando el aire cruje y el tiempo parece detenido.

Era un gurí callado. Hablaba poco, observaba mucho. Tenía los ojos del que ya entendió que la vida no regala nada. Su madre murió cuando él tenía ocho. Su padre desapareció antes de que pudiera pronunciar la palabra "viejo" con propiedad. Lo crió su abuela, Alda, una mujer flaca, dura y con las manos llenas de historia.

Javier no tuvo amigos. Tenía árboles, piedras, un arroyo marrón y un cuaderno donde escribía cosas que no sabía si eran sueños o advertencias. Creció con hambre, con viento, con bichos que zumbaban en la noche y un cuerpo que se endureció sin querer.

Pero había algo más.

Cada tanto, cuando se enojaba, el suelo vibraba. Nada fuerte. Nada que rompiera algo. Pero se sentía. Como si el mundo lo reconociera. Como si debajo de sus pies, algo antiguo se moviera con él.

Una vez, a los doce, un vecino lo quiso golpear por un gallo robado. El hombre levantó la mano y Javier la detuvo con una sola mirada. No lo tocó. Solo lo miró. Y el tipo se fue. Pálido. Sudando como si hubiera visto un fantasma.

Javier nunca entendió por qué.

A los quince, dejó Ceibal. No por elección. Fue llevado. Unos hombres llegaron en camioneta, hablaron con su abuela, y se lo llevaron a otro continente, a otra realidad. Una ciudad que brillaba con cosas que él no comprendía, donde todo era velocidad y ruido.

Pero Javier seguía igual.

Callado. Observador. Con la espalda recta. Y el mismo cuaderno en la mochila.

Ahora tiene diecisiete. Nadie sabe quién es. Nadie sabe de dónde viene. Pero en los pasillos del instituto militar donde lo entrenan, los demás lo sienten. Lo notan.

Dicen que en la primera evaluación física, cuando corrió, el viento cambió de dirección.

Dicen que sus golpes suenan como lluvia vieja sobre techo de chapa.

Dicen que su sombra a veces camina más rápido que él.

Javier Ardaiz no tiene poderes.

Tiene herencia.

Así empieza la historia de JAVIER ARDAIZ.

Los días en el internado no eran tan distintos entre sí. Levantarse antes del sol, desayuno en silencio, entrenamientos físicos que parecían diseñados para quebrar al cuerpo, y clases sobre tácticas, historia, manejo de herramientas y combate básico.

Javier se adaptaba, pero no encajaba.

No hablaba. No opinaba. No competía. Solo aprendía.

Y eso molestaba a muchos.

Los demás chicos buscaban destacarse, hacerse ver, llamar la atención de los instructores. Javier no. Él se movía como si ya supiera quién era. Como si nada de lo que enseñaban ahí pudiera sorprenderlo. Como si ya hubiera vivido algo más difícil.

—¿Y vos de qué lugar saliste? —le preguntó uno, intentando sonar amistoso.

Javier lo miró. Sin desprecio, sin emoción. Solo dijo:

—De tierra.

Y siguió caminando.

En las evaluaciones físicas, no fue el más rápido. Tampoco el más fuerte. Pero nadie tenía su resistencia. Corría como si no conociera el cansancio. Hacía flexiones hasta que se le dormían los brazos. Lo derribaban en combate, y se levantaba una y otra vez, sin mostrar dolor.

Una tarde, en un ejercicio de combate uno contra uno, lo emparejaron con Luciano, un tipo grande, confiado, conocido por su lengua filosa y su necesidad de humillar.

—¿Estás listo, Ceibal? —le dijo, sonriendo con arrogancia—. ¿O allá se peleaban con ramas?

Javier no respondió.

La pelea duró exactamente seis segundos.

Luciano dio el primer paso, brazo derecho extendido. Javier lo esquivó, se giró sobre su pierna izquierda y le metió una patada directa al lateral del cuello. No con fuerza bruta. Con precisión quirúrgica.

Luciano cayó como un trapo.

El silencio que siguió fue más fuerte que cualquier aplauso.

El instructor solo anotó algo en su libreta, sin mirarlo. Javier volvió a su sitio, tranquilo, como si no hubiera pasado nada.

Esa noche, en la habitación, uno de los otros chicos, sin atreverse a hablarle, murmuró mientras Javier sacaba su cuaderno:

—Tenés algo raro, vos. Como si ya hubieras peleado contra cosas peores.

Javier escribió algo. Cerró el cuaderno. Se acostó.

Y pensó en Ceibal. En Alda. En el sonido del viento entre los eucaliptos.

Todavía no lo sabía, pero ese eco viejo que traía en el pecho pronto iba a romperse.

Porque mientras él dormía en un rincón del mundo, algo se estaba moviendo muy lejos de ahí. Algo que todavía no tenía forma, pero que ya había elegido un blanco.

Y ese blanco no era él.

Era lo que él amaba.

Las madrugadas eran el único momento en que Javier sentía que podía respirar.

Se levantaba antes del timbre. Caminaba en chancletas por el pasillo largo del internado, cruzaba la cocina desierta, salía al patio trasero y se quedaba ahí, quieto, mirando al cielo.

Era la única hora en que el mundo se parecía, aunque fuera un poco, a Ceibal.

No había estrellas. No como allá. Pero el frío de la mañana, el vapor saliendo de su boca, la oscuridad sin ruido… algo de eso le traía a Alda de vuelta. No su imagen. Su presencia.

A veces se sentaba contra el muro y abría el cuaderno que ella le regaló antes de que se fuera. Las primeras hojas tenían su letra redonda, grande:

"Javi: si un día te sentís perdido, escribí.
Si no sabés qué hacer, esperá.
Y si todo se cae… no te olvides de dónde venís.
Sos barro y viento, gurí."

La releía cada vez que sentía que el mundo empezaba a pesar más que él.

No lloraba. Pero dolía. Como dolía el cuerpo cuando uno entrena todos los días: el alma también se endurece así.

Los instructores no lo entendían. Pensaban que era un chico cerrado. Uno más de esos que venían con traumas y se refugiaban en el mutismo. Pero Javier no estaba roto.



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En el texto hay: narcotrafico, trafico de drogas, peleas callejeras

Editado: 26.05.2025

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