Heridas Sin Cicatriz

Capítulo 2

 

Sandra le señaló el pasillo donde se iba a cruzar al comisario. El resto de la comisaría era un barullo constante y el movimiento de personas con uniforme saliendo y entrando por las puertas. El ambiente estaba cargado de humedad y frío. Aunque las paredes se descorcharan y el piso tuviera pisadas de barro, a Eva le brillaron los ojos y le temblaban las piernas. Su hermana le había dicho, una vez, que esas cosas le pasaban a los nenes nada más, pero Eva no podía evitar sentirse un nene cada vez que estaba feliz. Le sonrió a cada policía que pasó. Algunos, o más bien la mayoría, repararon en el yeso de la mano izquierda y la miraron con intriga, porque su energía contradecía la oscuridad de los pasillos.
Caminó desorientada hasta que un hombre la frenó. Era opulento y tenía migas de queso en la comisura de la boca. Supo, por la insignia que le colgaba del uniforme, que era el comisario.
—¿Usted es López Novak? —le preguntó.
Eva sonrió.
—Sí, señor. Soy la nueva química. Aunque prefiero que me digan solo López. Es el apellido de mi mamá. Mucho gusto. —Le tendió la mano—. Hace calor, ¿no?
El hombre miró el yeso y después a ella. La cantidad de palabras en seis segundos lo dejó agotado. Pero enseguida se recompuso y sonrió:
—Mucho gusto, señorita López. Yo soy el comisario Beli. Venga conmigo.
La llevó hasta una de las oficinas administrativas. Le explicó que la comisaría estaba adelante de la Policía Científica; que si quería ir a trabajar, primero tenía que cruzar todo el pasillo hasta los laboratorios. Durante el camino hablaron del tiempo en Buenos Aires, del yeso (“¿Pero cómo vas a intentar sostener un placar vos sola?”), de los horarios de trabajo y algunos nombres de personas que preferiblemente acercarse o alejarse. Para alegría de López, el comisario Beli hablaba sin espacio para respirar y se reía con tanta facilidad que Eva hizo dos comentarios y él estalló en una carcajada sonora. Qué linda risa, pensó, porque era de esas contagiosas que hacían llorar de alegría a todo el mundo.
—Señorita López, usted es un amor —le dijo, en un momento.
Cuando llegaron a la oficina administrativa, el comisario la dejó y ella tuvo que llenar un par de formularios.
—Al pasillo de la derecha, al fondo —le señaló una señora—. Encuentre a Clara en la Oficina Quince.
Eva iba tarareando una canción cuando dobló a la izquierda y entró a otro pasillo, más oscuros y sin personas alrededor. Se distrajo viendo uno de los formularios que había firmado. No se dio cuenta que una de las luces del techo titilaba, que había un olor rancio, como a podrido; que la gotera del techo era casi tan grande como su cabeza y que caían lágrimas al piso, a un piso que no terminó de cruzar. Porque, cuando levantó la cabeza del formulario, no vio la puerta del final del pasillo, sino un arma que le estaba apuntando en el entrecejo.

 




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