Heridas Sin Cicatriz

Capítulo 5

—Eva —llamó una voz de mujer, en un susurro —. Evita.

Alzó la cabeza. La había apoyado un segundo sobre los apuntes de Química y tuvo una sensación parecida al del desmayo. Cerró los ojos y sucumbió. La oscuridad le parecía dulce a esa hora, al mediodía, cuando nadie más que ella conocía la pesadez del cuerpo luego del almuerzo que tía Mabi le preparaba (queso, mucho queso, y fideos y carne y jamón y...) y la luz anaranjada y caliente que entraba por la ventana le entibiaba el cuerpo. Abrió los ojos y notó que había una chica de cabello rojizo y pecas por toda la cara, que la miraba con dulzura.

—Perdón... perdón que te despierte —dijo la chica—, pero tenemos prácticas.

—¿Cuánto tiempo pasó? —preguntó, alarmada.

—Una hora.

Eva, ahora sí, abrió mucho los ojos.

—Ay no, ay no, ay no...

—Tranquila. Yo soy tu tutora hoy, no Clara —dijo la mujer. Ahora que la veía mejor, Eva notó el brazo lleno de tatuajes de flores y una remera de Aerosmith debajo de la bata blanca del laboratorio—. De paso te digo que me gusta mucho tu taza.

La taza de Eva tenía el símbolo de Nitrógeno y el de Oxígeno unidos, formando un "NO", y debajo, en cursiva, la palabra "molestar". López sonrió, algo avergonzada, y metió rápido los apuntes en su mochila.

En la sala de descanso había un grupo de policías jugando al truco en una de las mesas de la esquina; una heladera con imanes de pizzerías, heladerías y panaderías; un microondas sobre la mesada que en algún momento fue mármol negro y ahora lo tapaba una capa de polvo gris. La sala de descanso olía a pizza, a café recalentado y medialunas. Y aunque la ventana estuviera abierta, no entraba más que calor y el denso aroma de la ciudad.

—Yo soy Valeria. Tendría que haber sido tu tutora el primer día. —Alzó la mano y Eva se la sujetó. La ayudó a levantarse de la silla—. Pero me parece que se dio diferente, ¿no?

—Me parece que sí. —Le sonrió.

—¿Cómo va tu primera semana?

—¡Bien! —Por su mente pasó la imagen del delincuente, el disparo y la ropa salpicada con sangre que tiró al tacho de basura esa misma tarde. Y por un instante a Eva le dio miedo que Valeria la haya visto cuando tuvo la erupción—. Por ahora estoy tratando de... ubicarme, más que nada. Pero me gusta. Hay... muchísima gente, por lo que veo. —Eva observó la multitud dentro de la sala.

—Hay más policías acá que en toda la República Argentina. ¿Y cómo estuvo Clara la primera semana?

Eva sonrió.

—No hace falta que me respondas —se apresuró a decir—. Ya la conozco. ¿Sabés cuál fue su peor época? Cuando tenía el pelo corto, con las puntas teñidas de plateado. Ahí. Ahí no daba tregua y todo el mundo salía llorando. Ahora, con el pelo negro y largo y un poco más normal, también se normalizó ella. ¿Me acompañás a sacar unas fotocopias? Son las de la Policía Científica. Las que vamos a usar en la práctica. —Valeria señaló una puerta y Eva asintió—. Ahora vas a tener prácticas conmigo y vas a ver todo lo que te concierne.

—¿Ah, sí? ¿Lo de antes qué era?

—Una formalidad. Las personas que trabajan acá y están a prueba, necesitan recorrer todos los espacios antes que entrar al suyo. Seguime. —Valeria agarró un café que había sobre la mesada, chequeó que no estuviera frío y caminó hacia una de las puertas que Eva todavía no había visto. Tenía un cartel pegado que decía "Fotocopiadoras"—. Pero ahora sí. ¿Sos química con alguna especialidad?

—Me gusta mucho la toxicología...

—¡Toxicología! ¡Qué placer! ¿Y estás acá por una pasantía?

Valeria abrió la puerta y se escuchó el chillido agudo de la oxidación.

Las películas de terror estaban llenas de habitaciones así, pensó Eva. Con las luces apagadas y el cielo raso roto; las ventanas tenían maderas incrustradas con zonas sin tapar, por lo que entraba la luz en haces pequeños. No había nada más aparte de cinco fotocopiadoras gigantes y dos sillas con las patas rotas.

—¿Este es el famoso Edén? —preguntó Eva, con la nariz tapada. El olor a polvo la hacía estornudar.

Valeria prendió una de las fotocopiadoras gigantes y la máquina hizo ruidos famélicos. Colocó un pendrive y empezó a tocar botones. Tenía las manos largas y llenas de anillos.

—Ah, conocés la fama de la comisaría. ¿De dónde?

—De mi hermana —respondió Eva—. María López. La conocen, seguro. Era de Recursos Humanos. Se llevaba bien con todo el mundo. Empezó a trabajar acá hace, no sé, cinco o seis años. No se recibió de... Había empezado psicología. Y terminó acá.

Valeria la escuchó con entusiasmo.

—Entonces, ¿tenemos otra López Novak con nosotros?

—Preferiría solo López —se apresuró a decir. Valeria se giró para verla—. El Novak es muy reconocible.

—Ah —dijo—. Entiendo.

Eva sonrió. Tenía una hebilla rosa y brillante que le sostenía el flequillo derecho.

Valeria no quiso prolongar más el tiempo y le pegó una patada a la máquina.

—Ahora, ¿por qué tenemos la comisaría con mayor tasa de homicidios resueltos si no podemos... usar... una puta... fotocopiadora? —Valeria le pegó otra patada y la fotocopiadora escupió siete hojas al hilo. Sacó el pendrive y guardó las hojas en la mochila.—. Por fin. Gracias, Dios. Ahora, Evita, te quiero preguntar: ¿cómo hiciste para tratar así a tu secuestrador? Te juro que lo pienso y...

En ese momento, escucharon un grito. Venía de la sala de descanso, y tanto Eva como Valeria se miraron. No era la voz de un hombre pidiendo auxilio, sino de alguien indignado. Gruesa y ronca, como la de un fumador, y ahora que prestaban atención, ambas lo escucharon quejarse en voz alta. Valeria le hizo una señal para que se acercara despacio y se agacharon junto a la puerta levemente abierta. Eva se arrodilló y se acomodó los anteojos.





 

El que gritaba era un policía robusto, de baja estatura. No entraba en la silla. Cuando hablaba escupía migas de medialuna. Le hacía señas a otro policía delante, pero el otro parecía apenado, como si sintiera lástima por él, y no decía nada.




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