Las mañanas en la mansión Briceton estaban cargadas de adrenalina y nervios por parte del personal que allí laboraba. Los señores se despertarían y comenzarían con sus rutinas diarias apenas los primeros rayos de sol hicieran contacto con la tierra. El asunto no debiera ser tan dramático de no ser por la presencia excepcional de uno de los miembros de la familia. El joven Herroc había llegado de su viaje en el extranjero y eso solo podía significar una cosa para los pobres empleados de la casa: problemas.
Las serviciales encargadas de los blancos y habitaciones debían asegurarse de que la luz del entorno fuese la adecuada, de que el aire del exterior no fuese excesivo, e incluso, de que los pobres pájaros no trinaran demasiado alto. Por ello que, días anteriores se habían hecho revisiones exhaustivas de todo el medio ambiente que rodeaba la mansión de quinientos metros cuadrados.
Herroc se despertó con un bostezo habitual y se estiró en su cama. Entonces, el primer problema se mostró allí. Su pijama de seda se sentía pesado contra su piel y seguramente alguna arruga había marcado su inmaculada piel. Quiso maldecir, pero a último momento se contuvo.
—Buenos días, joven Briceton —saludó el mayordomo con voz cuidada. Su tono seguro, con años de experiencia de tratar con el quisquilloso chiquillo, no mostró los nervios que en realidad sentía. —¿Puedo pedir que le preparen su baño matutino?
Herroc bufó por la pregunta tan cuidada.
—¿No está listo ya?
Como todavía no se sacaba su antifaz, el pobre mayordomo pudo poner sus ojos en blanco.
—No, señor. Estábamos esperando su despertar ya que recordamos que el agua le gusta templada.
—Bien.
El joven Briceton se levantó de la cama y acomodó sus cortos rizos castaños. Él bostezó nuevamente y se dirigió a su baño privado con pasos pesados. Allí lavó delicadamente sus dientes tres veces como era lo habitual, con una toalla húmeda y tibia limpio sus párpados mientras revisaba cuidadosamente cada una de sus pestañas. Herroc odiaba cuando alguno de los pelitos de esa zona se rizaban en contra de las otras. Él miró hacía el área donde estaba su bañera y sonrió. Estaba el agua lista y como a él le gustaba.
Después de darse un relajante baño y elegir cuidadosamente su vestimenta para el día, salió de su habitación. En el comedor se encontró con su encantadora madre, su nuevo marido y su medio hermana, Cecele. Ella tenía la mitad de su edad y llegó al mundo cuando Herroc estaba por marcharse de casa para estudiar en un prestigioso colegio en el extranjero.
—Buenos días, hijo —saludó su madre con una sonrisa llena de adoración. Su esposo, Joseph, solamente asintió en reconocimiento. Tanto Herroc como él sabían que la hipocresía no era una cualidad en ambos. —¿Cómo has amanecido el día de hoy?
—Vivo.
Las respuestas de su hijo no alteraban a Beatrice, ella mejor que nadie conocía del carácter ácido que su primogénito había desarrollado después de la muerte de su padre. Era un recordatorio constante del contraste con la personalidad de su difunto marido que, a diferencia de Herroc era dócil y carismático.
—Podrías esmerarte un poco más en tus respuestas —fueron las ásperas palabras de buenos días de Cecele. —Todos notamos que amaneciste vivo. Mamá quiere saber cómo te sientes de regreso en casa.
Herroc enarcó su ceja y su hermana hizo todo lo posible por no encogerse en su silla. Ya el daño estaba hecho y ahora debía de hacerle frente a las represalias de su odioso hermano mayor.
—¿Y ahora resulta que tú eres su intérprete? —sonrió con descaro mirando los deliciosos alimentos que decoraban la mesa. Ninguno de su agrado. —No sabía que teníamos una madre con falencias para la comunicación, mi estimada Cecele.
Su hermana apretó con fuerza sus dientes.
—Eres un idiota.
—Nada distinto a ti, querida —Herroc desvió la mirada al ver que la muchacha que le serviría se acercaba. Era una nueva, notó. Sus manos temblaban como si en lugar de estar por servirle su té de la mañana, ella estuviese preparando alguna especie de cóctel batido. —¿Qué te sucede? —preguntó con brusquedad.
La joven palideció.
—Na… nada, señor —tartamudeó. —No me pasa nada.
—Deja de temblar entonces, terminarás por quemarme si sigues moviendo esa tetera… y ahí sí que te sucederán cosas.
—¡Herroc! —chilló su madre con indignación, pero sin llegar a reprenderlo. Beatrice jamás dejaría mal parado a su hijo, y corregir su comportamiento en público, era una falta de respeto que no estaba dispuesta a cometer.
El sonido de un bastón golpeando el fino piso de mármol con pasos lentos, llamó la atención de todos.
—¡Buenos días, abuelo! —saludó Cecele llena de alegría mientras que su padre se levantó como un resorte de su asiento e hizo prácticamente una reverencia ante el anciano.
Herroc observó la situación con una sonrisa suave en sus labios. Él, contrario a los demás miembros de su familia, apenas reconoció que el viejo señor Briceton estaba frente a sus narices.
Inmediatamente los empleados trajeron toda clase de panes y frutas para que el anciano desayunara. Herroc tomó su celular y bebió de su té mientras deslizaba su dedo pulgar por la pantalla sin darles demasiada atención a las personas que compartían mesa con él.
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Editado: 14.11.2024