¡hey, chica invisible!

Capítulo 1: Londres

Un pájaro en vuelo aún sigue preso de su libertad...

 

El vuelo está programado para aterrizar en exactamente un minuto y la intranquilidad ya se ha apoderado de mi pie que no para de moverse de arriba a abajo atrayendo las malas miradas del resto de pasajeros.

 

Fuera del avión, la cinta giratoria que me debería entregar el equipaje decide por fin que es el momento de mostrar una maleta roja,mi maleta. Y cuando me dispongo a caminar hacia la salida las vibraciones en el bolsillo trasero de mis jeans me terminan de quitar la poca tranquilidad que me queda. 

 

—¡Adara!— la melena rubia ojiazul chilla una vez que me divisa entre las personas al salir del aeropuerto. Extrañaba la alegría que Arabella emanaba con cada expresión que le entragaba al mundo, a pesar de ser la persona más chillona que conocía había resultado ser la única amistad sincera que hasta ahora tenía. 

 

—Ya estoy aquí, no hay necesidad de que me llames por milésima vez— alzo el teléfono frente a sus ojos para que observara las más de 100 llamadas que tenía perdidas. Su sonrisa pide disculpas silenciosas antes de dirigirnos al auto mientras me sigo sermoneando internamente que debo cambiar esa actitud indiferente y seria con todo aquel que me dirige la palabra.

 

Londres me recibe con un aire frío y congelante, el otoño visible en cada hoja caída, una estación templada y ventosa que le daba un aire de película a cada edificación de la ciudad. Nunca pensé que volvería aquí. Luego de tantos años en Los Ángeles  me había alejado completamente de mi país natal, olvidado de mis amigos de infancia y distanciado del resto de la familia. 

 

Pero ahora sin más volvía para quedarme. Para intentar alejarme de ese encierro mental que me tenía entre cuatro paredes sin salida alguna, Londres estaba destinada a ser mi hermosa cárcel de la cual estaba presa condicionalmente hasta que alguien rompiera los abarrotes y me liberara de ella. 

 

Era una pájaro libre que aún seguía preso de su libertad. 

 

+++

 

— Llegamos — Arabella es la primera en bajar casi corriendo. Se me olvidaba su obsesión por el único familiar que tenía aquí; Mi joven y hormonal tío, Ian Brown.

 

Salgo tiritando ante el contacto de las bajas temperaturas sobre mi piel y, me permito observar la que antes solía llamar casa mientras intento bajar la maleta. Completamente blanca con una muralla de piedra hace juego con las decoraciones de madera, tanto de afuera como de la estructura, adornada con pequeñas luces y faros en la entrada desplegaba un hermoso jardín delantero, ahora opaco por la estación. Al menos se notaba que Ian cuidaba de el y se dedicaba a mantener todo en buen estado.

 

—Déjame ayudarte— Una voz levemente ronca y profunda se roba toda mi atención obligándome a soltar la maleta, —¿Qué pasa? ¿Ya no me reconoces?— la mirada confusa del chico me da el suficiente tiempo para escanearlo con rapidez, cabello negro azabache, nariz fina y respingada, mandíbula definida, labios gruesos y unos ojos color miel brillantes, poseedores de un imán atrayente que se robaban toda la atención.

 

Definitivamente no podía ser él. 

 

Ian solía ser un chico muy burlesco y expresivo, nunca tuvo problemas para socializar con todo lo que se movía y su rostro siempre lo decía todo, un chico sincero que no sabía mentir. 

 

De pequeño siempre nos habían criado como si fuéramos familia a pesar de que nuestra sangre decía lo contrario. 

El constante rechazo familiar hacia mamá por parte de los abuelos, solo terminaron en que su necesidad por volver a sentir los lazos paternales, así que decidieron adoptar un pequeño, uno que nunca fue rechazado por ellos como mi madre y con el que compartí parte de mi infancia a pesar de los 4 años de diferencia entre nosotros. Le decía tío, pero para mí era un mejor amigo.

 

—Eres la imagen viva de mi hermana— si, era él. Sonrió amable arrastrando la maleta hasta la casa. Definitivamente estos 3 años lejos lo habían cambiado. 

 

—La versión mejorada, cariño— le guiño un ojo sonriente pasándole por delante, al parecer mi estado de ánimo había mejorado más rápido de lo previsto. 

 

Su sonrisa desapareció a penas puso un pie en la casa —Lo siento debí quitar las decoraciones antiguas— con ágiles movimientos se dirigió al salón para tomar cada pieza de madera que decoraba los muebles, arrebatando cada trozo de infancia que me podía ahogar nuevamente. 

 

—Solo déjalo, ¿no hace mal recordar el pasado a veces, no?— le doy una sonrisa cálida mucha más que la anterior y dejo que nuestras miradas conecten, envolviéndose en esos recuerdos de infancia. Podía sentir la confianza mutua regresar.—Mejor vamos a comer ¿te parece?— suelto una risita apartándolo de los muebles con cuidado mientras lo jalo en dirección a la cocina, —Muero de hambre.

 

A penas terminé de pronunciar las palabras mis pies  ya habían dejado de tocar el piso y lo único que sentía bajo mi estómago era su hombro. Ian me estaba cargando como si fuera el saco más liviano que hubiera tomado en su vida.

 

Lo voy a matar.

Lo colgaré del techo y le cortaré las pelotas. 

 

—Joder, ¿Qué comes? ¿Piedras?— se mueve cargándome, meneándose de lado a lado robándome gritos de por medio. Sabía mi fobia a las alturas. Y siendo sincera no quería morir tan joven, no por una caída de dos metros. 

 

—¡Ya, basta! ¡Basta! ¡Ian basta!— estaba comenzando a hacer pucheros de la desesperación pero en mi interior no podía dejar de sonreír, me estaba transportando a la parte buena de mi infancia, a la que habíamos vivido juntos.—Quiero a mi mamá. Ian es en serio, ¡Ya bájame pedazo de idiota!— me remuevo sobre su hombro pataleando sin cesar mientras golpeo su espalda, escuchando sus carcajadas.




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