Diez años después...
Las fuerzas del ejército del Traidor, masacraban toda resistencia que se alzase en nombre del príncipe Ambón y el antiguo reino de Radwulf. Tarsinno de Wllnah, noble ambicioso que vio debilidad en la forma de gobernar del Rey Amilcar, y le asesinó a sangre fría en el mismo Palacio, poseía una fuerza más que propicia para sus Monstruos: el frío.
En las alturas de Quajk alzó su castillo impenetrable, donde resguardaba a su arma más letal como si su vida dependiera de ello. Y así era. Su miserable vida dependía de mantener en continua desesperación a la bruja de hielo.
Yo.
Encerrada en la torre más alta, en medio del frío que antaño me cobijaba y la cruel soledad que carcomía mi razón, viví durante más de diez largos años. Siempre atormentada por su cruel risa, los días y noches carecían de sentido. Sólo existía el hielo cubriendo las paredes y techos, cubriendo las cadenas traídas desde el mismo Abismo, e imposibles de romper con mis fuerzas.
Hielo en los escasos alimentos, sobre mi desnuda piel.
Hielo. Tanto a mi alrededor, como en mi corazón.
La pequeña y única llama de esperanza que me salvó de perder la cordura, era él. Clim.
Mi amado Clim.
Reproduje durante todo aquel tiempo, una y otra vez, cada valioso recuerdo con él. Sumergida en nuestros encuentros en Real, nuestras escapadas al bosque, nuestras risas y sueños en común, obviaba lo que mis sentidos percibían.
—Un día, tendremos una hermosa casita en el bosque. Y ahí, Macy, tendremos muchos hijos. Muchos, muchos hijos.
Las lágrimas se habían secado hace mucho y las heridas en mi piel se convirtieron en blancas franjas, profundas. Pero, sobretodo, las fuerzas con que fui bendecida huían de mí en un eterno descontrol.
Podía sentir cuando una tormenta descendía desde Quajk y destruía todo a su paso. Podía sentir cada vida que mis fuerzas arrancaban. Y, cada vez que me embargaba la urgencia de detenerme, de controlarme como el maestro Balkar me había enseñado... ahogaba mis gritos desesperados por los desgarros en mi alma.
No puedo.
Derrumbada sobre el frío y mugriento suelo de piedra, me aferraba a los recuerdos felices.
Entonces ocurrió. Una tormenta descendió desde Quajk, extinguiéndose antes de terminar su mortal paso sobre el bosque... convertido en nada más que niebla.
Medio desconcertada en mi medio consciente mente, escuche, gracias al frío y hielo que cubría todo, el distante y estruendoroso avance de los Monstruos de Tarsinno. Nunca había sucedido. Nunca nadie se había acercado y mucho menos traspasado la guardia exterior del castillo, ahí donde miles de Monstruos transitaban.
Mi libertad estaba cerca, casi podía palparla.
Con las pocas energías de mi desgastado cuerpo, mantuve un efímero control sobre mis fuerzas y cree, uno a uno, lentamente, escalones de hielo hacia la única ventana de la torre varios metros sobre mi. Demasiado agotada, me senté observando hacia lo más alto, tratando de mantenerme despierta y erguida. Solo los sonidos grotescos de aquellos Monstruos y el rugido del viento en torno al castillo, traspasaron la distancia y la nieve hasta mis oídos.
Podía sentirlo, la eterna tormenta en torno al castillo se desvanecía, la nieve comenzaba a derretirse y el aguanieve que caía se volvía lluvia, pasando al vapor en cosa de segundos luego de reunirse en la tierra. Los rugidos de los Monstruos se alzaron con brío, mezclándose con los fríos vientos que envolvían el lugar.
Aquella calidez que añore, finalmente estaba a mi alcance.
Tan cerca.
Había transcurrido algún tiempo desde la última vez en que vi a Tarsinno. Esa última, se había acercado… y en un acto algo estúpido de mi parte, congelé la mano que extendió para tocar mi herida piel. Desde entonces, un par de sus esbirros deformes me traía la bazofia que llamaban alimento, inmunes o más bien regocijantes ante mi descontrol.
Centre mi mirada en las cadenas sobre mis muñecas, reuniendo todo el dolor y la soledad, todo el miedo y la pequeña llama de esperanza, para dirigirlas a mi piel, músculos y huesos. Y entonces tire con fuerza mis manos, lejos de las cadenas sujetas a las gruesas paredes de piedra, soportando el dolor de mi carne y huesos desgarrados hasta que logre librarme del frío metal. Una, y luego la otra. Mis manos sangraban y no lograba sentirlas, ni quería mirarlas. Pero ascendí lentamente por cada escala de hielo, ansiosa de tener una imagen más clara de lo ocurrido en el exterior. Cerca de lo más alto, las cadenas que aferraban mis pies finalmente llegaron a su tope.
Tragando el amargo regusto en mi boca, tiré de mis pies logrando sentir, después de mucho tiempo, algo más que entumecimiento. Con una mano ensangrentada alzada hacia mis pies, me concentré en aplacar el dolor con la única arma a mi alcance: hielo. Congelé cada nervio de un cuerpo inmune, y ahogando un grito seco deslice mi pie derecho a través del metal, que cortaba y quebraba negándose a dejarme partir. Repetí el proceso con mi otro pie, ya más aturdida por la asfixiante sensación del corte y dolor.