Hielo en mis venas (radwulf #1)

Capítulo II

El viaje se me hizo una eternidad después del incidente con las flores. Con un solo golpe de su fuerza, toda la nieve a nuestro alrededor se derritió, y un tanto más de mi esperanza se fue con ella. La furia ardiente de Clim aplacó cualquier posterior intento de probar mi control, y por primera vez en mi vida, el deseo de gritar su nombre pidiendo ayuda... se extinguió.

    El único soldado que se atrevió a mostrar algo de compasión por mí fue Lesson, a quien Clim gruñía sin ser escuchado. A pesar de ser su General, me pareció que era incapaz de darle una orden para que me dejase a mi suerte.

    Así transcurrió todo un día y una noche.

    A mitad de la segunda mañana, pude ver la ciudad Real tras los cerros. Recordaba su grandeza y el brillo cálido que siempre inundaba sus calles, la gente amistosa y la alegría de los niños con los que alguna vez jugue. Toda aquella grandeza se veía opacada por la destrucción y escombros cada tanto, y la escasa gente en los devastados campos colindantes. Pero incluso así, sin su brillo de antaño, la ciudad Real me recibió con una agradable calidez a medida que avanzaba por sus calles. Para mi fortuna, Lesson había conseguido que Clim me permitiera subir a uno de los carros en el último tramo, así que al menos no estuve tropezando con todas aquellas miradas en mi.

    Entonces llegamos a las puertas de Palacio.

—¿Es ella?...

—No parece peligrosa...

—¿No es un poco joven?...

—Espero que sea ejecutada...

—Maldito monstruo...

    Los susurros a mi alrededor se escuchaban lejanos, mientras avanzaba tras Clim con al menos un puñado de guardias a mi alrededor, sujetando las cadenas atadas a mis manos. Listos a actuar si intentase algo. Me condujeron hacia el calabozo en silencio, y solo una vez encerrada en una inmunda celda, les oí susurrar aliviados de poder mantener distancias de mi.

    Y me dejé ir. Con mi cabeza apoyada en mis brazos, aun ataviada con el grueso vestido que la señora Camelh me había dado, y mis pies doloridos y débiles en unas antiguas botas, volví a hundirme en la nada de mis recuerdos.

—¿Lo comprendes, Clim? —Me alcé hacia él, sujetando sus mejillas con mis manos.

—Huhm —asintió, haciendo una mueca graciosa con sus labios.

    Trate de no sonreír, pero con él mis sonrisas se escapaban, no importaba qué.

—Bien. Porque si te atreves a besar a otra niña, vete olvidando...

—Be qhe nosh cashemos —murmuró graciosamente.

—Exacto.

    Solté sus mejillas y me beso en las mejillas, murmurando una y otra vez que me adoraba.

—Ya es hora, Amace. —Me llamó papá, haciéndome señas para que me subiera al carro.

—¡Ya voy! —Le respondí.

    Me acomode entre los brazos de Clim, inhalando hondo en un intento por retener su aroma en mi memoria.

—Te extrañaré, mi Macy —dijo contra mi cabello.

—Y yo a ti. Mucho, muchísimo.

Le abracé, luego me aleje un poco observando su rostro y le bese en su mejilla... o, al menos, eso pretendía. Él se movió un poco y rocé sus labios levemente.

—¡No!

    La voz de Clim, el nuevo y horrible Clim, me regreso a la cruda realidad. Al alzar mi mirada, vi a una hermosa mujer de oscuros cabellos con un brazo estirado en mi dirección, el cual era rudamente sujetado por Clim.

    No comprendí nada hasta que ella le habló.

—Su majestad Ambón me ha autorizado —dijo con su suave y melodiosa voz.

—Lo que sea que pretendas...

—Suéltame, Clim. Sabes que tengo mi límite en la tolerancia... —Observó la mano que le sujetaba con el ceño fruncido—; al contacto masculino.

    Clim gruñó, pero le soltó y dio un paso atrás, imponiéndose a cierta distancia de la reja que mantenía apartada a la mujer de mi. Ella asintió esbozando una sonrisa, y se volvió hacia mí.

—Hola, ¿cómo te llamas? —preguntó.

    Mi garganta estaba seca y mi mente no pensaba en algo que no fuera un desesperado gritó pidiendo ayuda. Esa mujer no podía importarme menos en mi situación.

—Bien, pues yo soy Noemia. —Acercó su mano todavía más, casi tocando mi frente—. Esta bien si no quieres hablar, de todas formas lo sabré.

    Antes de poder procesar sus palabras, sus dedos tocaron mi frente y sentí un revuelo de luces y sonidos anegando mis sentidos. La sensación de su tacto era como el templado viento de una tarde de primavera, e incluso sentí el dulce aroma de las flores.

—Ya veo... —susurró, alejando su mano de mi. Frunció el ceño con su mirada perdida.

—¿Satisfecha? Ahora puedes largarte, Noemia. No se te necesita aquí —gruñó Clim, acercándose con aire amenazante.

    La mujer se giró hacia él, como recordando que siquiera le había hablado alguna vez.




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