Hielo y Fuego

6.

Capítulo 6 – “La Alarma”

Dmitri

5:10 a. m.

La casa duerme. Yo no.

Ya está todo listo. Los termos con café. La avena tibia. Sandwiches envueltos. Las botellas de agua marcadas con sus nombres. El frío del amanecer se cuela por las ventanas, y hasta eso lo tengo previsto: guantes, bufandas, los abrigos doblados sobre el sofá.

Me gusta que tengan todo. Me gusta hacer esto. Aunque se quejen. Aunque no lo noten.

Claire baja a los minutos, con una manta sobre los hombros. Se frota los ojos.

—¿Ya los levantaste?

—Todavía no. Quería darles cinco minutos más.

Asiente. Sirve café.

Está tan hermosa así, desordenada y medio dormida, que tengo que mirar hacia otro lado.

—¿Voy yo? —pregunta, tomando un sorbo.

—Déjame. Si ven tu cara de furia matinal, se desmayan antes de llegar al hielo.

Ella sonríe, medio dormida, y se recuesta en la mesa.

Subo.

La puerta de Lev está cerrada. Golpeo con suavidad.

—¡Cinco y cuarto! ¡Vamos, equipo olímpico! ¡Arriba!

Nada.

Vuelvo a tocar. Más fuerte.

—¡Lev! ¡Anya! ¡Miróv los quiere en el hielo antes de que el sol salga! ¡Levántense!

Silencio.

Frunzo el ceño. Giro la manija.

—Entro, ¿eh?

Abro la puerta.

Y ahí están.

En la cama. Juntos.

Dormidos.

Anya con el brazo doblado, el rostro escondido en la almohada.

Lev boca arriba, con el ceño fruncido incluso dormido.

El colchón inflable está tirado al lado, medio desinflado, como si hubiera perdido la batalla en la madrugada. O como si nunca hubiese tenido muchas ganas de inflarse bien

Me quedo congelado en la puerta.

Por un segundo, mi cerebro entra en pánico:

¿Qué…? ¿Por qué…?

Pero antes de poder formar una pregunta coherente, Lev se despierta.

Me ve.

Se queda paralizado.

Y luego —en el acto más torpe y delatador del universo— empuja a Anya con el antebrazo como si fuera un peluche caliente.

—¡Lev! —protesta ella, saliendo de entre las cobijas con los pelos revueltos.

Yo levanto las cejas.

—¿Qué…?

—¡Se desinfló el colchón! —dice Lev de golpe, sin siquiera mirarme—. ¡Era eso o dormir en el suelo. No pasó nada.

—¿Qué? —Anya pestañea—. ¿Qué hora es?

—¡Tarde! —gruñe él.

—Tranquilos —respondo, levantando las manos como si calmara a dos criminales infantiles—. No estoy acusando a nadie. Solo vine a despertarlos.

Anya se sienta en la cama, desorientada.

Lev se pone de pie, rápido, como si estuviera en medio de una redada.

Yo me rasco la nuca.

—Solo… no fue lo que esperé ver a esta hora, ¿vale?

—Tampoco lo que yo esperé dormir —murmura Lev, lanzando una mirada a Anya que ella ignora por completo.

—Cinco minutos —digo—. Ropa lista, mochila en la entrada. No me hagan rogarles.

Cierro la puerta.

Bajo con las cejas aún levantadas.

Claire me espera junto a la cafetera.

—¿Ya están?

Asiento, aunque dudo un segundo antes de responder.

—Sí. Dormidos. Pero… juntos.

Ella parpadea, frunce los labios.

—¿Cómo de juntos?

—Tipo: ‘colchón inflable desinflado, plan B’ juntos.

Claire asiente. Da un trago al café.

—Ya veremos.

Yo me sirvo café. Sigo con la rutina.

Pero por dentro, no dejo de pensar en cómo reaccionó Lev.

En esa incomodidad tan específica.

En cómo no se atrevieron a mirarme a los ojos.

Y no sé por qué, pero una parte de mí —muy pequeña, muy escondida— piensa:

“Esto no va a ser tan sencillo.”

El reloj avanza rápido. A los pocos minutos, Lev baja primero. Apenas cruza el umbral de la cocina, suelta un “buenos días” tan bajo que casi parece un susurro. Claire, que estaba frente a la cafetera, se queda congelada, como si no supiera si respirar o esconderse. Él ni siquiera la mira.

Lev agarra un pan y lo muerde rápido, sin perder la concentración. Coge una botella de agua y la destapa con prisa, evitando mirarme a la cara, como si eso fuera a delatar algo.

Pasa casi desapercibido, pero yo lo veo. Lo veo evitar que su mirada choque con la mía.

Después baja Anya. Con la mochila al hombro y el pelo todavía revuelto, cruza la cocina con esa mezcla de sueño y molestia que parece imposible de disimular a esa hora.

“Buenos días”, dice, y mira a Claire, a Lev, y a mí, como si quisiera restablecer la normalidad, o quizá borrar la pelea horrible que tuvieron anoche. Como si nada hubiera pasado.

Toma una banana y me pregunta con voz directa:

—¿Nos vamos ya?

Claire la observa, intentando descifrar si ese gesto significa que todo está bien o es solo otro intento a medias.

Yo asiento, mirando a los dos. A sus caras, a sus movimientos, a esa energía que no termina de encajar. Ellos no hablan, pero yo escucho la conversación que no quieren tener.

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Anya

Llegamos tarde. Sé que ya no es novedad, pero eso no hace que el nudo en mi estómago desaparezca. El hielo está frío y duro bajo mis botas, pero el aire en la pista está mucho más helado. Miróv no tarda en hacernos notar que no está nada contento.

—Cinco minutos tarde —dice, la voz cargada de esa autoridad que no acepta excusas—. ¿Quieren que repita la frase o les llega?

Lev y yo nos miramos sin decir palabra. El entrenador gira sobre sus talones, y entonces saca la que no esperaba: su carta maestra.

Dos patinadores nuevos aparecen tras él, como si hubieran estado esperando el momento perfecto para hacer su entrada triunfal.

Ella es Salomé: una belleza oscura, curvas que se mueven con la misma elegancia que su cabello negro azabache, siempre impecable, cayendo en ondas controladas. Camina con la confianza de quien sabe que todas las miradas están puestas en ella, y justo ahí, fija su mirada en Lev. Es como si lo estuviera evaluando, o retándolo silenciosamente. Siento que su mirada quema, y dentro de mí se enciende una chispa amarga, casi rabia. Celos, sin duda.




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