Capítulo 20 – Hielo vs Fuego
POV: Anya
El hielo siempre había sido mi refugio.
Pero ese día, ni siquiera él me salvaba.
No era solo el entrenamiento, ni el frío que se metía por los huesos.
Era él.
Lev. Caminando por la pista como si el mundo no ardiera detrás de nosotros.
Como si no fuera mi cumpleaños. Como si yo no importara.
Miraba al frente, serio, enfocado, como si viviera en otro universo. Y eso me enfurecía más.
¿En serio iba a ignorarlo? ¿Todo? ¿A mí?
Apreté los dientes. Me puse los guantes.
Me repetí que era fuerte. Que podía con esto. Que no lo necesitaba.
Que no me importaba.
Entonces apareció Miróv.
Camino firme, voz de trueno, mirada de piedra.
—Atención, todos —dijo con ese tono que hacía callar hasta al viento.
Nos reunimos frente a él: Salomé, Thiago, Lev y yo.
El corazón me retumbaba. Y ni siquiera sabía por qué.
Hasta que lo dijo:
—Hoy habrá una competencia sorpresa. Con público. Jueces. Una sola pareja irá a las regionales.
Sentí cómo la sangre me bajaba a los pies.
¿Qué…?
—¿Cómo? —logré decir, con un nudo en la garganta.
—Tres horas para montar una rutina. Vestuario, música, expresión. Todo. Cada pareja trabajará con su coreógrafa. —Miróv se cruzó de brazos—. Tienen que demostrar quién está listo.
Salomé sonrió como si ya hubiera ganado. Thiago levantó la barbilla, envuelto en su falsa modestia.
Lev, por supuesto, ni parpadeó.
Y yo… yo quería correr. Gritar. Romper algo.
Pero me quedé allí, temblando por dentro.
No solo iba a competir el día de mi cumpleaños.
Iba a hacerlo con un idiota que no había tenido la decencia de felicitarme.
Katia apareció casi al instante. Como si hubiera olido el drama.
—Vamos, ustedes conmigo —ordenó, apurándonos fuera del hielo.
Una vez en el salón de espejos, cerró la puerta tras ella con decisión.
Nos miró con los brazos en jarras.
—Escuchen bien. No tenemos tiempo para drama ni orgullo. Vamos a hacer algo que nadie olvide.
Me crucé de brazos, todavía sin mirarlo a él.
—¿Qué vamos a montar? —preguntó Lev. Sereno. Porque claro, él siempre estaba sereno.
Katia sonrió como si ya tuviera el plan desde hace semanas.
—Una historia. La historia de ustedes, aunque no quieran admitirlo.
Tú, Anya, serás el fuego.
Tú, Lev, el hielo.
Levantó dos bocetos que parecían salidos de un sueño.
Un vestido en tonos rojo, naranja y dorado.
Una llama viva. Ardiente. Descontrolada.
Y un traje azul plateado para Lev. Impecable. Frío. Brillante. Como él.
—El fuego y el hielo se aman —dijo Katia, mientras nos mostraba la música—, pero no pueden tocarse. Si lo hacen, el hielo se derrite… o el fuego se apaga.
Así que patinan juntos, se buscan, pero no se atreven.
Cada intento de contacto crea una explosión.
Hasta que… encuentran la forma.
Y entonces se funden.
La música empezó a sonar. Suave, intensa, con una tensión que crecía por dentro.
Me mordí el labio. Quería odiarlo.
Pero lo miré por el espejo.
Y él ya me estaba mirando.
—¿Estás lista? —preguntó. Sin burlas. Solo la pregunta.
—Estoy lista —respondí. Porque lo estaba.
Porque si no lo hacía por él, lo haría por mí.
La música de la pista sonaba desde el parlante.
Era hermosa. Trágica.
Como si presintiera que íbamos a fallar.
Lev movía los brazos con precisión. Las transiciones que Katia marcaba eran limpias, perfectas.
Pero algo en nosotros—en mí—no encajaba.
El cruce de miradas estaba vacío.
El paso de manos no tenía alma.
Y cuando él se acercaba… yo retrocedía medio paso. Casi sin notarlo.
Hasta que él paró en seco.
—Anya —dijo. Su voz no era suave ni dura. Era directa—. Habla.
¿Qué diablos te pasa?
Lo miré. Me hervía la garganta.
—¿Cómo que qué me pasa? —repliqué—. No sé…
¿No se te olvidó algo?
Frunció el ceño. Me sostuvo la mirada.
—No —dijo con firmeza—. Anya… no se me olvidó nada.
Fue hasta su mochila, junto al espejo.
Sacó una pequeña caja de terciopelo azul.
La sostuvo en el aire entre nosotros.
—Pasa que tú siempre quieres que todo sea a tu manera.
No confías en mí —agregó—. Y si salimos a bailar así, vamos a fracasar.
Sus palabras me pegaron más fuerte que un grito.
—¡Deja de ignorarme entonces, estúpido! —disparé—. Dame mi regalo.
Suspiró. Caminó hacia mí. Me tendió la cajita con resignación.
—No lo imaginé así. Pero contigo todo es imposible.
La abrí. Y el corazón me dolió… de otra forma.
Un collar.
Delicado. Plateado.
Un pequeño patín de hielo colgando del centro.
Grabadas en el metal: L & A.
Sencillo. Íntimo.
Como nosotros, antes del caos.
—¿Te gusta o no? —preguntó. Sin sarcasmo.
—Me encanta —murmuré—. ¿Me lo pones?
No dijo nada. Solo dio un paso al frente.
Sus dedos rozaron mi nuca mientras recogía mi cabello.
Lo hizo con cuidado. Como si tuviera miedo de herirme.
El roce fue leve.
Pero me hizo cerrar los ojos.
Era su forma de decir “perdón”.
El broche sonó suave. Apenas un clic.
Sus manos bajaron por mis brazos.
Me rodeó desde atrás. Apoyó el mentón en mi hombro por un segundo.
Sus brazos me envolvieron.
Firmes. Silenciosos. Reales.
—Feliz cumpleaños, Anya —susurró, apenas rozando mi mejilla con los labios.
Me quedé quieta.
Por dentro, todo se me aflojaba.
Quería golpearlo.
Quería besarlo.
Quería que el tiempo se detuviera.
Un aplauso cortó el momento.
—¡Eso! —exclamó Katia desde la esquina, entusiasmada—. Eso es lo que tienen que hacer en la pista.
Nos giramos hacia ella, sin soltarnos del todo.
—El fuego y el hielo no se tocan hasta el final.
Cada roce, un riesgo.
Cada intento, una pirueta.