AERYN
Decían que los dragones no soñaban.
Que dormían con los ojos abiertos.
Que sentían cada paso, cada suspiro… incluso desde las profundidades del Santuario.
Y yo, esa mañana, sentía que caminaba directo al centro de su conciencia.
—Hoy conocerán lo que juraron servir —anunció el maestro Kael al reunirnos frente a las puertas del Santuario—. Algunos sentirán miedo. Otros… no sentirán nada. Ambos son peligrosos.
Yo solo sentía un nudo en el estómago.
Nos hicieron formar en filas. Bajamos en silencio por una escalera en espiral de piedra. Antorchas azules iluminaban los muros, pero la luz no alcanzaba a disipar del todo la sensación de estar siendo observados.
No por personas.
Por ellos.
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El Santuario era inmenso.
Una caverna tallada por fuego antiguo, donde el techo se perdía en sombras y el suelo parecía respirar. A cada lado, enormes plataformas albergaban a los dragones jóvenes —aunque “jóvenes” no significaba pequeños.
Eran bestias majestuosas. Algunos con escamas del color de las tormentas, otros de lava, otros tan oscuros que absorbían la luz. Cada uno emitía un calor distinto, una energía diferente. Eran más que criaturas. Eran magia viva.
Y entonces lo sentí.
Una vibración. En la piel. En los huesos. En el fuego que dormía dentro de mí.
Uno de los dragones —el más grande de todos— levantó la cabeza lentamente. Sus ojos se abrieron, y fue como si el mundo dejara de girar por un segundo.
Me miraba a mí.
—¡Mierda! —susurró Nyssa, clavada en su lugar.
El dragón rojo se puso de pie. Sus escamas parecían estar hechas de magma, y el suelo tembló bajo su peso. Caminó hacia el borde de su plataforma, con los ojos fijos en los míos. El aire se volvió denso, caliente. Nadie se movía.
—Eso no es normal —murmuró Kael, por primera vez visiblemente sorprendido.
Yo no podía hablar. Ni respirar.
El dragón bajó la cabeza, como si me analizara. Y luego… rugió.
Un rugido ancestral, que no era solo sonido, sino emoción pura: rabia, curiosidad… reconocimiento.
—Aeryn, retrocede —dijo Kael, acercándose lentamente.
Pero no lo hice.
Porque en ese instante, la marca de mi mano brilló con fuerza. Y el dragón… se inclinó.
No como una bestia.
Como un rey ante su reina.
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El Santuario estalló en gritos. Varios instructores se acercaron. Algunos con armas. Otros con temor en los ojos.
Kael me tomó del brazo con fuerza, pero no violencia.
—¿Qué eres, Valemore?
—No lo sé —respondí, con la voz quebrada—. Pero él… me conoce.
Me soltó, pero su mirada cambió. Ya no me veía como una novata. Me veía como un peligro.
O una respuesta.
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Esa noche no dormí. Caminé hasta el balcón de la torre norte y me senté bajo la luna.
Dorian apareció sin decir nada. Se quedó junto a mí, en silencio, como si supiera que las palabras eran innecesarias.
—¿Tú también piensas que soy un error? —pregunté, sin mirarlo.
—No —dijo—. Pienso que eres una chispa. Y todos aquí tienen miedo de que incendies algo.
—¿Tú tienes miedo?
—Sí. Pero no de ti.
—¿De qué, entonces?
Dorian me miró. Sus ojos, por una vez, estaban llenos de verdad.
—De lo que venga cuando tú ardas.
Editado: 11.04.2025