AERYN
Hay cosas que queman más que el fuego.
Las verdades no dichas. Las heridas viejas. Los nombres que se repiten en cartas que no deberían existir.
Mi madre había dejado un rastro.
Y yo estaba lista para seguirlo.
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Me escabullí al amanecer, con la carta escondida en el bolsillo y el corazón golpeando contra mis costillas como un tambor de guerra. La “llama azul” no era una metáfora. Al menos, eso creía. Había leído algo en los archivos de la biblioteca: una antigua forja, sellada bajo las ruinas del Ala Este, donde los primeros domadores habían despertado su poder.
Lugar prohibido.
Perfecto para mí.
El acceso estaba oculto detrás de un muro de piedra y raíces. Pasé la mano por la marca de mi piel, y el muro tembló. No se abrió. Se deshizo como ceniza.
El túnel era angosto, húmedo, y olía a piedra vieja y secretos mal enterrados. Descendí con una antorcha mágica, siguiendo el leve zumbido que solo yo parecía sentir.
Hasta que lo vi.
Una sala circular, con runas talladas en el suelo y un pedestal en el centro. Sobre él… la llama.
No era fuego común. Era azul. Viva. Y se retorcía como si respirara. Me acerqué lentamente, temblando.
Y entonces, lo sentí.
Un latido.
Dentro de mí.
Y dentro del fuego.
Toqué la llama.
El mundo explotó.
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No vi, no oí. Solo sentí.
Mi cuerpo suspendido en un vacío cálido.
Mi alma abierta.
Una voz surgió del fuego.
—Aeryn Valemore. Heredera del Fuego Sellado. El sello ha sido roto.
—¿Quién eres? —pregunté, sin boca ni cuerpo.
—No es quién… sino qué.
—¿Y qué soy?
—La chispa que dormía. El fuego que no puede ser contenido. La descendiente de la Primera Madre.
—¿Mi madre…?
—Ella guardó tu poder. Lo encerró. Pero no para siempre.
El fuego rugió. Una figura surgió dentro de él. No humana. No bestia. Un dragón hecho de llama pura, con ojos idénticos a los míos.
—Cuando el mundo se quiebre, tú arderás primero.
Y luego…
Oscuridad.
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Desperté jadeando, tendida en el suelo de piedra. A mi lado, Dorian. Estaba arrodillado, con la espada desenvainada.
—¿Qué mierda hiciste, Valemore?
—No lo sé —susurré, aún con el sabor del fuego en la garganta—. Pero… ya no está dormido.
Dorian me miró. Su expresión no era de enojo. Era de miedo. Y asombro.
—Tus ojos…
—¿Qué?
—Están ardiendo.
Corrí hacia un espejo roto en la pared.
Y lo vi.
Mis ojos ya no eran del todo míos.
Un anillo de fuego azul brillaba en ellos, como si la llama se hubiera quedado conmigo.
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Esa noche, nadie vino a buscarme.
Pero no estaba sola.
Sentía el dragón. No el del Santuario. Otro. Más antiguo. Más mío.
Y comprendí una verdad que me cambió para siempre:
Mi madre no me abandonó. Me protegió.
Porque algo —alguien— me estaba buscando.
Y ahora… sabían que estaba despierta.
Editado: 11.04.2025