VIOLETA Nox.
Violeta siempre fue una criatura de la noche.
No por elección. Por naturaleza.
Nació en una ciudad que nunca dormía, donde el concreto olía a metal y las sirenas eran más comunes que las canciones de cuna. Su madre era una sombra más entre las luces rojas de los barrios olvidados. No hablaba de su padre. Ni siquiera sabía su nombre. Decía que Violeta nació en un eclipse, y que por eso, los hombres la miraban como si no supieran si besarla o temerle.
Desde los diez años supo que era peligrosa. Una noche, su padrastro alzó la mano para golpearla y la lámpara del techo estalló. La oscuridad llenó la habitación, densa como humo, y cuando se encendió de nuevo… él ya no estaba. Nunca volvió.
Pero no hubo consuelo. Solo más silencio, más miedo, más mudanzas.
Creció con los puños apretados, la mirada baja, y una furia que no tenía nombre.
Hasta que un día conoció a una anciana ciega en el metro. La mujer le dijo:
"Las sombras no te siguen, niña. Te obedecen."
Desde entonces, Violeta comenzó a entrenarse sola. A sentir cómo podía doblar la penumbra como si fuera un abrigo. Cómo podía desaparecer de un callejón, moverse entre reflejos, invocar oscuridad con solo un pensamiento.
A los diecisiete años, ya no le temía a nada. Ni siquiera a ella misma.
LA MARCA.
Todo cambió cuando aquella extraña marca apareció en su omóplato.
Una luna negra, como tatuada con tinta viva, que brillaba ligeramente cada noche. Pensó que era alucinación… hasta que empezó a sentir voces.
No humanas. No locas. Antiguas.
Susurraban en sueños nombres que no conocía: "Luna... Alma... Estrella..."
Y uno más: "Elias..."
Ese nombre la quemaba. Como si su alma lo reconociera antes que su mente.
Una noche, durante un asalto en el subterráneo, Violeta vio cómo una sombra emergía de su espalda y desarmaba a los atacantes sin que ella los tocara.
No fue magia. Fue instinto. Fue advertencia.
Al salir, la luna estaba más grande de lo normal. Y allí, al final del andén, parado entre las luces parpadeantes, lo vio por primera vez.
Un chico de cabello dorado y ojos como fuego. Su sola presencia parecía derretir el aire.
—Estás rompiendo las reglas —le dijo él, con una sonrisa peligrosa.
—No sabía que había reglas —contestó Violeta, cruzándose de brazos.
Él dio un paso hacia ella, y su energía la golpeó como una tormenta solar.
—Tú eres una de ellas. Una Hija de la Luna. Y yo…
—Eres un maldito Hijo del Sol —interrumpió ella con una risa amarga—. Qué ironía.
—¿Te molesta?
—Me excita —susurró con los labios curvados—. Pero también me dan ganas de matarte.
Él sonrió. Ella desapareció en las sombras.