ALMA Serene.
Alma nació en silencio.
Ni un llanto, ni un suspiro, ni un lamento.
Dicen que cuando abrió los ojos por primera vez, el médico se echó hacia atrás. No por miedo… sino por la paz profunda que emanaba de ella.
Sus padres vivían en una pequeña comunidad costera, donde la bruma cubría las calles al amanecer y las conchas se apilaban como ofrendas naturales frente al mar. Su madre era partera, su padre un pescador silencioso que creía en las señales del cielo.
Fue su abuela, una curandera que hablaba con las olas, quien la crió. Le enseñó que las lágrimas no eran debilidad, sino agua sagrada. Que tocar el corazón de alguien podía salvarlo… o destruirlo.
Alma no hablaba mucho. Pero cuando lo hacía, sus palabras curaban.
Tenía el don de saber lo que los demás no decían. Sentía las emociones como música: los celos eran un tambor inquieto, la tristeza una flauta rota, el amor… un violín que temblaba al borde del silencio.
A los once años, mientras consolaba a un niño que acababa de perder a su madre, sus manos comenzaron a brillar. El niño dejó de llorar. Dijo que sentía como si el sol le acariciara el pecho.
Desde entonces, Alma supo que su vida no sería normal.
LA HERIDA.
Años después, la misma habilidad que curaba empezó a doler. Sentía todo. Las emociones ajenas eran como agujas en su piel. Iba por la calle y lloraba sin motivo, se reía sin razón, temblaba por miedos que no eran suyos.
Solo encontraba alivio en el mar. Allí, entre las olas y la sal, las voces del mundo callaban. Pero esa noche, una figura emergió del agua. No caminaba. Flotaba.
Una mujer de piel plateada, ojos de luna, y un manto de estrellas. La misma de sus sueños.
—El dolor que sientes no es castigo —dijo la figura—. Es llamado.
—¿Llamado a qué? —preguntó Alma, con lágrimas en los ojos.
—A sanar este mundo… incluso cuando te rompas en el intento.
Al despertar, tenía un nuevo símbolo marcado sobre su clavícula: una luna creciente entre sus costillas. Ardía con un calor suave. Como si la luna la hubiera besado en la piel.
EL ENCUENTRO.
Esa misma noche, Alma caminaba descalza por la playa, buscando respuestas, cuando lo vio.
Un joven de mirada intensa y pasos decididos. Su cuerpo brillaba como si el sol nunca lo hubiese abandonado. Parecía ajeno al frío del mar, al peso de la oscuridad.
Ella lo sintió antes de verlo. Su alma gritaba por dentro. Dolía. Mucho.
Él se acercó, y cuando la miró a los ojos, ella supo su verdad sin que él dijera una sola palabra.
—¿Qué ves en mí? —preguntó él, con la voz cargada de furia contenida.
—Veo a un niño que nunca fue consolado. A un joven que lucha contra algo que no eligió. A un hombre… que necesita ser salvado.
Él frunció el ceño, dio un paso atrás, pero no se fue.
—¿Quién eres?
—Alma.
—¿Una bruja?
Ella sonrió suavemente.
—Una Hija de la Luna.
Él tragó saliva.
—Soy Soren. Hijo del Sol. Si te quedas… arderás.
Alma se acercó un poco más.
—Tal vez, pero si te vas… morirás por dentro.
El viento sopló con violencia. Las olas rugieron.
El destino acababa de escribir una página nueva.