El Bosque Susurrante no era un lugar para los niños y debiles. Sus árboles antiguos, torcidos y gigantescos, parecían observar con ojos invisibles a todo aquel que se atreviera a cruzar sus límites. Las sombras danzaban entre las hojas, y un viento constante parecía murmurar secretos olvidados, como voces de antiguos espíritus que nunca encontraron descanso.
Cada paso que se daba entre sus raíces retorcidas despertaba ecos de magia antigua, una fuerza primigenia que impregnaba el aire con un leve brillo plateado. Los senderos eran cambiantes, y solo aquellos con verdadera determinación podían seguir el camino sin perderse en sus laberintos.
Pero el bosque no solo guardaba belleza. En sus rincones más oscuros acechaban criaturas que la mayoría prefería ni imaginar: bestias sombrías, espectros errantes y guardianes invisibles que protegían secretos que ningún mortal debía descubrir.
Mientras la noche avanzaba, el susurro del bosque se hacía más fuerte, como una llamada que solo algunos podían escuchar.
Y en medio de ese murmullo, una figura encapuchada avanzaba con paso firme, lista para enfrentar lo que el Bosque Susurrante tenía reservado.
La oscuridad entre los troncos del Bosque Susurrante comenzó a espesarse, como si la misma naturaleza quisiera ocultar sus secretos más profundos. William avanzaba con cautela, sintiendo cómo el aire se cargaba de una energía densa y hostil.
De repente, un crujido seco resonó a su derecha. Grandes raíces retorcidas emergieron de la tierra, tomando forma ante sus ojos: árboles malditos, condenados a una existencia de furia y venganza, con cortezas agrietadas que goteaban una savia oscura como la tinta. Sus ramas se alzaban como garras, listas para atrapar y desgarrar.
William desenvainó su daga, el filo brillando con un leve resplandor mágico. Con un movimiento ágil, cortó una de las raíces que se lanzaba hacia él, mientras esquivaba las embestidas de otras. La batalla era feroz, y aunque sus poderes aún titubeaban, la determinación de no caer era más fuerte que el miedo.
Cuando los árboles malditos finalmente retrocedieron, dejando un silencio tenso, un susurro siniestro se deslizó entre las sombras. De entre la maleza emergieron los elfos oscuros: figuras esbeltas y de piel pálida, con ojos rojos que reflejaban la oscuridad del bosque. Sus flechas relucían con veneno y sus risas eran ecos de tormentos antiguos.
—¿Quién osa perturbar nuestro dominio? —clamó uno, con voz afilada como una hoja—.
William se preparó, sintiendo que ese encuentro sería aún más difícil que el anterior. Pero en su pecho ardía una llama que ni el hechizo ni los enemigos podrían apagar.
—Solo busco ayuda —respondió firme—. Pero si quieren pelear, no me detendrán.
Los elfos oscuros avanzaron en un ataque coordinado, y William tuvo que usar toda su agilidad y astucia para esquivar y contraatacar, mientras la noche se teñía de magia y acero.
William sintió el peso de la daga en una mano y, en la otra, apretó con fuerza uno de los pequeños artefactos que Noah le había dado antes de partir. Al activarlo, el dispositivo emitió un zumbido agudo y, en un instante, lanzó una explosión de luz y fuego que hizo retroceder a los árboles malditos.
Noah le había confiado varios inventos para situaciones como esta: pequeños explosivos que explotaban con destellos cegadores, polvo incendiario para crear barreras momentáneas, y dispositivos que liberaban descargas eléctricas para aturdir a sus enemigos.
Mientras esquivaba las raíces y ramas que se abalanzaban sobre él, William activó otro artefacto que emitió una onda sonora intensa, desorientando a los elfos oscuros que se acercaban sigilosamente.
—No hay tiempo para dudas —se recordó a sí mismo—. Cada segundo cuenta.
Con cada destello de magia y tecnología, William demostró que, aunque joven y marcado por el hechizo, no estaba dispuesto a caer sin luchar.
Aunque la apariencia de William era la de un niño, sus movimientos reflejaban años de entrenamiento y disciplina adquiridos en su aldea antes de la masacre. En esa pequeña aldea de nobles y maestros, había aprendido bajo la tutela de maestros expertos, no solo a dominar su control, sino también a manejar armas con precisión letal.
Su daga, más que un simple arma, era una extensión de su cuerpo. Cada corte, cada estocada, fluía con la gracia de alguien que había pasado incontables horas perfeccionando su técnica. Sus dedos ágiles y firmes giraban el arma con destreza, esquivando ataques y contraatacando con rapidez casi sobrenatural.
Incluso cuando su poder latente estaba contenido por el hechizo, William sabía que podía confiar en su entrenamiento para defenderse y sobrevivir. La daga no solo brillaba por su filo afilado, sino también por la habilidad del joven que la empuñaba con la confianza de un guerrero mucho mayor que su edad aparente.
El sudor corría por la frente de William, mezclándose con la suciedad y la sangre de cortes superficiales. Los árboles malditos rugían furiosos y las flechas de los elfos oscuros volaban rasantes, pero él seguía firme, su mirada fija en el horizonte, donde la silueta del Valle Sombrío comenzaba a delinearse entre la neblina.
En medio del caos, una voz resonó en su mente, clara y potente:
“No estás solo. No puedes permitir que Lord Madness y el Ojo Rojo destruyan todo lo que amaste. Tu aldea, tu familia... ¡Tu venganza es la llama que arde dentro de ti!”
Con un grito ahogado, William empuñó su daga con más fuerza, sintiendo cómo esa llama interior crecía y alimentaba cada movimiento suyo. Cada corte, cada esquivo, no era solo por sobrevivir, sino por honrar a los que ya no estaban, por hacer que su sacrificio no fuera en vano.
Una explosión brillante surgió de uno de los artefactos que llevaba, dispersando a los elfos oscuros y partiendo en pedazos las raíces de los árboles malditos. Con un salto ágil, se lanzó hacia adelante, atravesando el último enemigo con la precisión de un maestro.