Historia de fantasia

Capitulo tres: La Dragona

El viento silbaba entre las grietas de la montaña Solaz, arrastrando consigo copos de nieve que se colaban por el cuello del abrigo de William. El joven —o mejor dicho, el muchacho atrapado en el cuerpo de un niño— ajustó la capa con un tirón y maldijo en voz baja.

La subida no era imposible, pero sí lo bastante empinada como para exigirle cada músculo. A sus espaldas, el sendero se perdía entre nubes bajas y ramas desnudas. Más arriba, la cumbre asomaba como un colmillo helado entre las nubes, vigilante.

William se detuvo un momento para recuperar el aliento. Sacó de su bolsillo una hoja doblada con instrucciones escritas por Beatriz. Eran sus “trucos” para enfrentar lo que venía. Aunque los había leído cinco veces, volvió a abrir el papel. Un repaso nunca estaba de más si la criatura que lo esperaba custodiaba una esfera dorada y respondía al nombre de Dragona.

—Dragona... salvaje... intimidante… —murmuró, como si al repetirlo fuera a sonar menos aterrador—. Genial. Todo lo que un chico de catorce años con cara de once quiere un dia por la tarde.

Volvió a guardar el papel. El aire era más frío cuanto más subía, y el silencio lo envolvía todo, salvo por el crujido de sus botas y el rumor lejano de una cascada. No había vuelta atrás. Beatriz había sido clara: si quería recuperar lo que le arrebataron, si quería respuestas, debía subir. Y debía enfrentarla.

Y eso planeaba hacer… aunque aún no sabía si su plan era brillante o completamente estúpido.

Las piernas de William ya no respondían como antes. Cada paso era un pequeño castigo que se extendía desde sus pantorrillas hasta los hombros. La pendiente se volvía más empinada y traicionera, y el aire más cortante. A veces, el pie se le hundía entre la nieve y las piedras, otras, resbalaba y debía aferrarse con manos entumecidas a raíces o salientes heladas.

El sol apenas filtraba su luz entre las nubes, y todo parecía teñido de un gris pálido. El silencio seguía siendo inquietante, roto solo por el crujido de la nieve bajo sus botas y su respiración agitada.

Después de una última trepada torpe por una roca cubierta de escarcha, William se encontró de golpe con un claro. Se detuvo en seco.

Frente a él, incrustada en la ladera de la montaña, se alzaba una abertura enorme y oscura. La boca de una cueva. Tallada naturalmente por el tiempo… o por algo más grande.

El borde de la entrada estaba chamuscado, ennegrecido, y al acercarse, notó marcas profundas en la piedra: arañazos irregulares, surcos como de garras gigantes. El aire que salía de la cueva era caliente, lo suficiente como para derretir la nieve alrededor. Vapor constante, como un suspiro.

William tragó saliva. El corazón le latía tan fuerte que temía que lo delatara.

—Bueno… esto grita “no entres”, pero yo vine a ignorar advertencias —susurró para sí mismo, más por necesidad de oír una voz que por convicción.

Acarició con los dedos la bolsita de cuero que colgaba de su cinturón, como recordándose que no estaba completamente indefenso.

Dio un paso hacia la entrada. Solo uno.

Desde el interior, algo crujió. Leve. Como un cuerpo que se mueve entre piedras o escamas que se rozan.

William se quedó quieto, el vaho escapando de su boca entrecortadamente.

La dragona estaba allí. Esperando.

La oscuridad en la cueva se volvió más densa cuando William dio un paso dentro, sintiendo cómo la temperatura aumentaba ligeramente. A pesar del frío exterior, un calor casi húmedo lo envolvía, mezclado con un aroma antiguo, metálico y dulce.

Sus ojos, poco acostumbrados a la penumbra, comenzaron a distinguir formas a su alrededor: montones de monedas, joyas, vasos tallados, coronas y objetos que brillaban con la luz que se colaba por la entrada. Era un verdadero tesoro, un mar de riquezas que parecía haber crecido durante siglos.

Pero no había tiempo para admirarlo.

Un sonido suave, casi imperceptible, llamó su atención. Un leve ronquido que vibraba en las paredes de la cueva. La dragona dormía, oculta en las sombras, respirando pausadamente. William contuvo el aliento. Cualquier ruido brusco podría despertar a la bestia.

Con cuidado, se agachó y comenzó a revisar entre las pilas de oro y piedras preciosas, pasando las manos con cuidado para no derribar nada. Buscó la esfera dorada, un objeto pequeño pero inconfundible, que según las historias resplandecía con una luz propia, cálida y constante.

El corazón le latía con fuerza, el sudor resbalaba por su frente, pero sus dedos no temblaban. Había practicado para esto. Recordaba cada uno de los consejos de Beatriz, cada detalle sobre cómo moverse sin hacer ruido.

Finalmente, sus dedos rozaron una esfera lisa, perfectamente redonda, que brillaba con un destello dorado suave y seductor entre una montaña de gemas y pergaminos antiguos.

Con un suspiro apenas contenido, la tomó con cuidado, sintiendo un calor reconfortante que parecía latir en la palma de su mano.

—Un paso más —susurró, más para sí mismo que para cualquiera—, y ya casi puedo irme con esto.

Pero justo en ese momento, un leve crujido detrás suyo hizo que William se congelara. La respiración de la dragona se volvió más profunda y audible.

Había despertado.

Desde la penumbra, William alcanzó a distinguirla: una figura recostada entre montones de oro y piedras preciosas, que parecía más un sueño imposible que una criatura de leyenda.

Su cuerpo tenía la forma y delicadeza de una joven mujer, esbelta y madura, pero no había duda de que no era humana. De su cabeza surgían dos cuernos retorcidos, como ramas oscuras que se alzaban hacia el techo de la cueva y una cola larga asomando por detrás.

Su cabello largo, castaño como la corteza de un árbol antiguo, caía en cascada sobre sus hombros y parte del cofre donde descansaba. Pero eran sus ojos, grandes y verdes, los que realmente atrapaban la mirada: intensos, penetrantes, con un brillo salvaje que hablaba de siglos de poder y misterio.




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