Historia de fantasia

Capitulo cuatro: La Dragona y El niño

El sol comenzaba a esconderse tras las copas de los árboles. El cielo adquiría ese tono entre violeta y naranja que anunciaba una noche fría. Los pájaros callaban. El viento soplaba entre las ramas con un silbido persistente.

William levantó la vista desde su mapa arrugado y miró a Helena, que caminaba unos pasos más atrás, aún cruzada de brazos y con expresión de “te estrangularía si no me diera flojera”.

—Bueno, dragona —dijo con tono despreocupado—. O armamos algo para dormir, o acabamos abrazados por necesidad térmica. Y sinceramente, no creo que estés lista para ese nivel.

Ni lo sueñes —exclamo Helena, sonrojándose levemente de nuevo, aunque fingiendo que no lo hacía.

Ambos detuvieron la marcha en un pequeño claro rodeado de árboles altos. El suelo estaba seco, y unas piedras dispuestas naturalmente ya formaban casi un círculo perfecto. William sonrió.

—Mira, ¡un círculo mágico de “no morir congelados”! Qué conveniente.

Helena gruño.

—No es magia. Es sentido común. A diferencia de ti, algunos seres usamos el cerebro.

—Oh, perdón, doña escamas, ¿entonces sabes encender una fogata sin quemar el bosque?

—¿Quieres verla encendida o quieres que te queme a ti? —replicó con una chispa de fuego saliendo de su nariz.

Al final, entre resoplidos y comentarios sarcásticos, Helena se encargó del fuego —con cierto exceso de dramatismo, por supuesto— mientras William recogía leña, y le improvisaba una manta con ramas y hojas (bastante feo, pero funcional), abrió un pequeño paquete de raciones.

Cuando el fuego finalmente ardió, iluminando sus rostros con un resplandor cálido, ambos se sentaron a los lados del círculo. No hablaban, pero tampoco se ignoraban del todo.

—¿Siempre has estado sola? —preguntó William, sin mirarla directamente.

—No suelo tener compañía que me obligue a acampar como una mortal con fiebre de supervivencia —respondió Helena, suspirando—. Normalmente duermo en cavernas. Oscuras. Cómodas. Privadas.

—Bueno, bienvenida a la experiencia humana. A veces se acampa. A veces se pelea con animales por una galleta. Es parte del encanto de la superviviencia.

Helena ladeó la cabeza, casi intrigada.

—Ustedes los humanos… ¿siempre hablan tanto?

—Solo cuando no tienen miedo de la persona con alas y aliento de horno gigante que está a punto de cocinarles el cena.

Por primera vez, Helena esbozó algo parecido a una sonrisa. Le duró apenas un segundo, pero estaba ahí.

El fuego crepitaba. La noche avanzaba. Y sin decirlo, ambos sabían que ese sería el primero de muchos campamentos compartidos.

William se estiró, cruzó los brazos tras la cabeza y miró hacia arriba, dejando que la luz cálida de las llamas le pintara de naranja el rostro.

Helena seguía en su lado del círculo, sentada con las rodillas dobladas, el mentón apoyado en una mano. Su expresión era más calmada, aunque aún cargada de orgullo.

—¿Sabes? —dijo William, rompiendo el silencio—. Es raro tenerte sentada ahí. Quiero decir… hace décadas que no se registran dragones en ninguna parte.

Helena desvió apenas la mirada hacia él, frunciendo levemente el ceño.

—¿Y?

—Y… bueno, los libros dicen que los dragones se extinguieron. O se ocultaron. O fueron cazados hasta desaparecer. Pero ahí estás tú —respondió, girando la cabeza hacia ella—. Con tus alas, tu cola, tu fuego, tu actitud de reina del sarcasmo… Existiendo.

Helena guardó silencio unos segundos. Luego, exhaló lentamente, casi como si le costara decidir si contestar.

—No todos los libros cuentan la historia completa —murmuró, casi con desdén—. Y los humanos tienen la molesta costumbre de escribir finales antes de tiempo.

—Así que… ¿no estás sola? ¿Hay más como tú? —preguntó William, sentándose un poco más recto.

Ella no respondió de inmediato. Solo desvió la mirada al fuego, pensativa.

—Tal vez sí. Tal vez no. Tal vez los que quedamos preferimos que crean que ya no existimos —dijo al fin, con voz más suave de lo habitual—. Ustedes no nos han dejado muchas razones para confiar.

William asintió, más serio esta vez.

—Tiene sentido. Nosotros tampoco somos muy buenos en… bueno, coexistir.

Se hizo un silencio breve. Las llamas chispeaban entre ellos como si llenaran el espacio que las palabras no sabían ocupar.

William forzó una pequeña sonrisa.

—Pero al menos tú no estás extinta. Solo malhumorada.

Helena lo fulminó con la mirada… pero no dijo nada. Sus mejillas, aún con ese leve rubor, temblaron como si quisieran formar una sonrisa… pero no se atrevieron.

El fuego había bajado su intensidad, ahora solo quedaban brasas rojas que respiraban en la oscuridad. Las estrellas se multiplicaban sobre ellos y el bosque se mantenía en un silencio casi sagrado. William estaba con la mirada fija en el fuego, como si cada chispa encendiera un recuerdo que preferiría no ver.

Helena notó el cambio en su expresión. Menos bromista. Más serio. Callado.

—¿Qué? —preguntó con tono seco, aunque sin veneno esta vez.

William tardó en responder, hasta que finalmente dijo:

—Te lo dije antes. Me llamo Sir William... pero eso no importa mucho ahora. Lo que importa es que no soy realmente un niño. No lo era.

Helena frunció el ceño, curiosa.

—¿No lo eras?

Él asintió, sin mirarla.

—Tenía venticinco cuando todo pasó. Lord Madness —escupió el nombre como si doliera— atacó mi aldea con su culto, el Ojo Rojo. Quemaron nuestras casas, asesinaron a mi familia… a todos los nobles que vivían allí. Yo fui el único que sobrevivió. Porque me quería con vida.

—¿Por qué? —preguntó Helena, ahora sin sarcasmo en la voz.

—Porque tengo algo que ellos quieren. Algo que ni siquiera yo entiendo del todo. Algo que, según la hechicera Beatriz, despertará algún día. —Hizo una pausa, respirando hondo—. Me echó un hechizo... Lord Madness. Me convirtió en esto. En un niño otra vez. Dijo que no podía matarme, pero sí hacer que fuera debil e indefenso.




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