Historia de fantasia

capitulo seis: El equipo

El sol del mediodía caía sobre el claro del bosque, donde una tormenta de magia, fuego y gritos adolescentes hacía temblar a los pájaros de los árboles.

William giró sobre sí mismo con la daga brillante en la mano, intentando imitar el movimiento elegante que había visto en un entrenamiento de su maestro. En vez de eso, casi se apuñala el cinturón.

—¡William, deja de hacer piruetas ridiculas y concéntrate! —gritó Helena desde el aire, mientras planaba en círculos con las alas abiertas—. ¡Apunta a Beatriz, no a tu ombligo!

—¡Estoy intentando no morirme, gracias! —respondió él, esquivando por poco un rayo azul que Beatriz acababa de lanzar con una sola mano mientras se arreglaba el sombrero con la otra.

Beatriz flotaba a medio metro del suelo, con la capa agitada por el viento y una expresión de aburrimiento absoluto.

—¿Esto es lo mejor que tienen? —preguntó con sorna—. Esperaba algo más de una dragona y el niño con poderes. Hasta mi gato lanza mejores ataques...

—¡Cuidado! —gritó Helena.

Con un rugido breve, la dragona abrió la boca y lanzó una llamarada inmensa hacia Beatriz. William corrió detrás del fuego, aprovechando la cobertura para atacar con su daga.

La hechicera chasqueó los dedos. Una burbuja mágica los rodeó a ambos justo a tiempo. La llama se desvió como si chocara con un espejo invisible, y William salió despedido hacia un arbusto, convertido por un segundo en un proyectil humano con daga.

—¡AAAAAaaaahhh—puf! ...Estoy bien —se oyó desde el matorral.

Beatriz suspiró y bajó al suelo. Sacó un pequeño reloj de arena de su bolso sin fondo y lo giró.

—Cinco minutos más —dijo—. Si en ese tiempo no logran al menos hacerme sudar, los mando a entrenar con el gnomo del pantano. Y ese tipo da crueles lesiones de magia.

William emergió del arbusto con hojas en el pelo y la daga aún en alto.

—Helena, plan B.

—¿Tenemos plan B?

—No, pero improvisemos. ¡A la carga!

Helena descendió en picada, lanzando una ráfaga de fuego en zigzag, mientras William corría con su daga al frente.

Por un momento, el claro se llenó de explosiones, luces brillantes, risas, y gritos mezclados con frases como “¡Eso no era un hechizo, era una trampa!” y “¡Mi capa estaba recién lavada!”.

Cuando el humo se disipó, Beatriz estaba intacta, con su sombrero torcido y una ceja levantada.

—¿Terminamos? —preguntó, cruzándose de brazos.

William y Helena estaban tirados en el suelo, cubiertos de suciedad y polvo mágico, jadeando.

—¿Ya... es hora de... almorzar? —gimió William.

—Sí —respondió Beatriz con una sonrisa—. Pero primero, diez flexiones. Cada uno.

Helena y William se miraron, derrotados.

—¿deberiamos dejar esta mujer por “entrenamiento cruel y poco ortodoxo”? —murmuró Helena.

—Sí —respondió William, mientras se dejaba caer boca abajo en el pasto—. Y aún así... es la mejor maestra que tenemos.

...

El aire olía a humo y hojas húmedas. El claro donde entrenaban estaba en silencio ahora, con solo el crujido ocasional de las ramas. William se sentó junto a una roca musgosa, todavía con las manos rascadas por la caída anterior. Su daga descansaba sobre sus rodillas. A su lado, Helena observaba el cielo anaranjado desde lo alto de una rama gruesa, las alas plegadas, la cola colgando sin fuerza y los cuernos brillando tenuemente a la luz del atardecer.

—No vas a decir nada, ¿verdad? —preguntó William, rompiendo el silencio. Su voz sonaba más baja que de costumbre—. Sobre… lo que hice el otro dia.

Helena tardó en responder. Sus ojos dorados se movieron lentamente hasta encontrarse con los de él.

—Ya lo hiciste, William. Arrojarme esa poción... cambió algo que no se puede deshacer.

El chico bajó la mirada. Frotó la empuñadura de la daga con el pulgar, nervioso.

—Pensé que ibas a matarme —murmuró—. No era culpa tuya, lo sé. Pero... no me quedaba otra opción. La poción estaba ahí. Beatriz me dijo que era de emergencia. Que podía... cambiar algo dentro del comportamiento.

—Y lo hizo —dijo Helena con una voz más suave, aunque cargada de algo difícil de definir.

Saltó de la rama, aterrizando con gracia felina. Se acercó despacio y se sentó frente a él, en el suelo. La cola se enroscó a un lado y el cabello le caía sobre un hombro. Había un aire extraño en ella, algo que no era propio de una dragona orgullosa ni de una guerrera feroz. Era casi… humano.

—Desde entonces —continuó—, siento cosas que no son mías. Cuando te asustás, lo siento. Cuando te enojás, me cuesta mantener el fuego en la garganta. Cuando estás triste... —hizo una pausa, evitando mirarlo—, me arde el pecho.

William tragó saliva.

—¿Lo odias?

—No —respondió ella con rapidez, pero con los ojos todavía sombríos—. No lo odio. Solo... me cuesta entenderlo. Antes de esto, yo era otra cosa. Más instinto, más fuego. Ahora me siento dividida entre mi naturaleza y esta… conexión que tú creaste.

—No fue por egoísmo —dijo William, con la voz quebrándose apenas—. No quería atarte a mí. Solo… quería sobrevivir.

Helena lo miró entonces. De cerca, sus ojos verdes no tenían rastro de furia. Eran como brasas apagadas, cálidas y melancólicas.

—Y lo hiciste. Me salvaste de mí misma. Tal vez por eso este vínculo... no me duele tanto como pensé. Tal vez, en el fondo, necesitaba a alguien que no huyera de mí.

William levantó la cabeza. Por primera vez, no vio a Helena como una criatura peligrosa o una guerrera imbatible. Vio a una persona. Alguien que también cargaba con cosas que no había pedido.

—Entonces estamos atados —dijo él, sonriendo apenas—. Para bien o para mal.

—Para siempre —confirmó Helena, y por un momento, su voz tembló con una nota casi humana.

—William —dijo, con un tono más bajo—. Quiero preguntarte algo… y quiero que seas sincero.




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