Historia de una Cantante

CAPÍTULO 5: PERDÍ MIS ALMAS

Linda mantenía sus ojos fijos en mí, siguiendo cada uno de mis gestos y palabras con una atención casi hipnótica. Su mirada era como un río sereno, profundo y curioso. De repente, rompió el silencio con una voz suave y melodiosa:

—Háblame de tus padres.

Me sorprendió la calidez de su interés. Respiré hondo y comencé a relatar…

Nací una tarde de verano, cuando la lluvia caía torrencialmente sobre la ciudad, como si el cielo mismo quisiera darme la bienvenida al mundo. El sonido de las gotas golpeando las ventanas del hospital creaba una sinfonía rítmica, mientras mi madre, Magdalena, luchaba con cada contracción. Mi padre, Paco, estaba a su lado, su rostro reflejaba una mezcla de ansiedad y esperanza.

El momento de mi llegada fue como un trueno en medio de la tormenta. Mi llanto resonó fuerte y claro por todo el piso del hospital, tan potente que los médicos y enfermeras se detuvieron un instante, sorprendidos por la intensidad de mi lloriqueo. El doctor que me trajo al mundo, un hombre de mirada amable y manos firmes, bromeó al escucharme llorar:

—Vaya, parece que esta pequeña nació para llenar el mundo con su canto —dijo el doctor, con una sonrisa que reflejaba tanto asombro como admiración.

Todos rieron en el quirófano tras su comentario, llenando el aire con una alegría inesperada en medio de la tormenta. Mi madre, exhausta pero radiante, se unió a la risa, sus ojos brillaron con lágrimas de felicidad.

—Será lo que Dios quiera—dijo, acariciando mi pequeña cabeza con ternura.

Mi abuela Cachita, siempre sabia y llena de supersticiones, llegó al hospital poco después de mi nacimiento. Al verme por primera vez, su rostro se iluminó con una sonrisa y sus ojos se llenaron de lágrimas. Acariciando mi pequeña mano, dijo con una voz suave pero firme:

—Nacer cuando hay lluvia es un buen augurio. Esta niña tiene un don especial. La lluvia trae consigo talento y creatividad. Su voz será como la de los ángeles.

El médico, al escuchar las palabras de mi abuela, asintió con respeto, reconociendo la sabiduría en su declaración.

—Pues parece que este aguacero no solo trajo a una nueva vida, sino a una futura estrella —agregó el doctor, dándome una palmadita suave en la cabeza antes de regresar a su trabajo.

A medida que fui creciendo, tuve una infancia como la de cualquier otra niña, llena de risas, juegos y descubrimientos. Mis padres, fueron el núcleo de mi pequeño universo, y su amor incondicional moldeó mis primeros años de vida.

Mi mamá, era un remanso de ternura y serenidad. Con su cabello siempre recogido en un moño elegante y sus ojos brillantes que reflejaban una alegría constante, se movía por la casa con una gracia natural. Su voz era melodiosa, y cada noche, mientras me arropaba, me cantaba canciones de cuna que se quedaron grabadas en mi corazón. Sus abrazos eran como un refugio cálido, y su risa, como el tintineo de campanillas en primavera, llenaba cada rincón de nuestro hogar con una sensación de paz y felicidad.

Mi papá era un hombre robusto y protector, cuya severa apariencia exterior escondía un corazón rebosante de ternura. Aprendió el arte del comercio de sus propios padres, quienes regentaban una pequeña farmacia en el barrio donde creció. Desde temprana edad, papá pasó incontables horas junto a ellos, observando y aprendiendo los secretos de su oficio. Sus manos, acostumbradas al trabajo arduo, se transformaban en una caricia delicada al peinar mi cabello antes de dormir. Aunque por su semblante rudo a veces parecía distante, sus actos siempre revelaban el profundo amor que sentía por mí.

Recuerdo con nostalgia las tardes en el parque, donde me impulsaba en el columpio tan alto que parecía que iba a tocar el cielo. Su risa resonaba vibrante y clara, y en esos momentos, no existía lugar más seguro que sus brazos.

Mi infancia transcurrió con serenidad hasta el día en que, con apenas ocho años, revelé mis anhelos de estudiar canto y convertirme en una cantante famosa. Fue entonces cuando mis padres, sorprendidos, alzaron la voz en un clamor de preocupación. Aunque siempre habían percibido mi inclinación hacia el mundo artístico, nunca le habían prestado verdadera atención hasta que, con vehemencia, les rogué que me inscribieran en clases de canto.

Aquel día, la atmósfera en casa cambió de golpe. Mi mamá, con sus ojos normalmente tranquilos, me miró con una mezcla de sorpresa y aprehensión. Mi papá, con su semblante severo, intentó mantener la calma pero no pudo ocultar su inquietud.

—Sofía, cariño, esto es serio —dijo mi madre, su voz temblaba ligeramente—. ¿Estás segura de que esto es lo que quieres?

—Sí, mamá —respondí, con una determinación que no había sentido nunca antes—. Quiero cantar, quiero dedicarme a la música.

Mi padre cruzó los brazos, intentando procesar mis palabras.

—La música es un camino difícil, Sofía. Necesitas algo más seguro, algo que te garantice un futuro estable.

Pero yo ya había decidido. Cada fibra de mi ser sabía que la música era mi destino, y aunque mis padres estaban llenos de dudas, esa fue la primera vez que me enfrenté a ellos con mis sueños. Fue un momento crucial, que marcó el inicio de mi lucha por ser quien realmente quería ser. A partir de ahí, la música comenzó a ocupar un lugar central en mi vida, y poco a poco, mis padres comenzaron a ver el fuego que ardía en mi interior.

A pesar de mi insistencia, mis padres asumieron que se trataba de una fase pasajera, una simple idea transitoria de una niña que aún no entendía lo que realmente quería en la vida. Sin embargo, con el tiempo, les demostré que mi anhelo no era un capricho efímero, sino un deseo profundo y genuino.

Cada día, mientras mis amigos jugaban en el parque, yo me sumergía en las melodías y letras que intentaba componer en mi habitación. Participé en concursos de talentos en la escuela, cantando con una pasión que nacía desde lo más profundo de mi ser. Mis padres empezaron a notar la seriedad con la que tomaba mi sueño, y poco a poco, comenzaron a comprender que mi amor por la música era mucho más que un simple pasatiempo infantil.




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