Confesar el pecado es el único camino al arrepentimiento y al perdón. Existe algo en la religión católica, llamado "Sacramento de la Reconciliación", también conocido como "confesión" que, de acuerdo con el Catecismo de la Iglesia Católica, es realizado por un Sacerdote, en el confesionario o frente a frente, y con el corazón preparado y lleno de arrepentimiento. También, según ese catecismo, todos los pecados son perdonables, pero hay algunos que generan tal disgusto en Yavhé (Dios) que requieren de todo un ritual para alcanzar el perdón. El sacerdote concluirá con una penitencia, que, por lo general, es una serie de oraciones que tendrán como objetivo purificar el alma.
Pero, ¿de verdad se borran los pecados? ¿O acaso dejan huella en el alma?
Doña Luisa era una anciana amable. Tenía una sonrisa bonachona y siempre llevaba consigo una canastita, en la cual sin variar un poco, había yerbas o flores. A veces compraba un poco de carne o algunas semillas para sus gallinas, pero todo eso quedaba oculto por las yerbas o flores. Si no fueras alguien de este pueblo, pensarías que ella era una abuelita adorable, de esas que le preparan postres a sus nietos, cuida de un par de canarios y tiene, mínimo, tres gatos. Lo cierto es que cada arruga de su rostro y manos, cada pliegue de su cuerpo, podía contar una historia de horror, maldad, engaño y muerte. Esa no era una anciana venerable: era una maldita vieja bruja.
Nadie quería tener problemas con ella, así que todos eran amables: si quería un kilo de carne de res, ella podía escoger el pedazo de carne que quisiera, sin importar el peso. Si quería una manzana, una que ya llevara otra persona, la obtenía sin problema. Y si lo que quería era la ayuda de alguien para realizar alguno de sus rituales... Esa persona no podía negarse. Algunos terminaban tan afectados que preferían irse del pueblo. Otros se hacían los mudos y sordos cuando se les cuestionaba qué había pasado. Y los últimos, era el grupo de los perturbados, cuyo único refugio era la Iglesia y todo el día estaban ahí: limpiar, adornar el templo, ayudar al prójimo, rezar el rosario, adorar al Santísimo... Ese, sin duda, era el grupo al que todos temían pertenecer pues, y era lo más seguro, ellos vieron al mismo Diablo frente a frente. Y ninguno de ellos quería hablar de lo que vivió en la casa de esa mujer.
Sin embargo, me es imposible hablar de lo que desconozco. Al ser el sacerdote del pueblo, doña Luisa evitó el contacto conmigo... Hasta ese día.
No sé si sea algo comprobado desde la ciencia, tal vez alguien que se dedique a la medicina o a la enfermería puedan confirmarlo o negarlo, pero no me cabe duda de que hay personas que saben que van a morir pronto. Poco importa que no estén enfermos o que tengan una salud envidiable: comienzan a arreglar sus asuntos, se ponen a pedir perdon, a repartir sus bienes y, en este pueblo en específico, buscan reconciliarse con Dios. Ya los conozco: quince años no pasan en vano.
Era temprano, antes del medio día, un 22 de diciembre. Recuerdo que sostenía un intercambio de ideas con un par de jóvenes voluntarios, de esos que habían visto algo al ser "reclutados" por doña Luisa. Queríamos que la última posada fuera la más especial, pues los niños del catecismo presentarían su pastorela ante sus emocionados padres y el resto de la comunidad. Noté la presencia de la anciana de inmediato: el aire se sentía pesado, difícil de respirar, además de un calor extraño y, pobres de ellos, el terror en el rostro de esos jóvenes.
—Buenos días, padre Miguel—su voz delataba su edad y que, sin duda alguna, le faltaban varios dientes—, hola, muchachos. Disculpe, padre, ¿estará confesando?
—Buenos y bendecidos días, doña Luisa. Qué milagro que viene a la casa de Dios, casa de usted, también—pude notar una mueca de desagrado en su rostro—. Deme un momento, voy a mi oficina por mi estola.
—¿Podría confesarme ahí? Me gustaría un poco de privacidad.
Asentí con la cabeza. Tenía todo el sentido del mundo lo que me decía, ya que no faltaría el curioso que quisiera acercarse a ver a la bruja del pueblo en el confesionario. Al igual que ocurre con un psicólogo o con un doctor, la privacidad es indispensable y todo lo que se hable entre el sacerdote y el pecador arrepentido sólo puede saberlo Dios.
Al entrar en la oficina, el aura de maldad que emitía esta señora se hizo más evidente. Miraba con enojo, recelo y asco el Cristo que adornaba la pared central, la Virgen Rosa Mística en el escritorio, los ángeles pintados en el techo... Todo le parecía desagradable.
—Confiteor Deo omnipotenti...
—Tranquila, señora, apenas voy a ponerme la estola.
—Quiero terminar pronto con esto, padre. No me queda mucho tiempo—su voz se quebró un poco al decir esto—. Confieso que he practicado la brujería desde los 15 años. Confieso que ayudé a la gente más rica de este pueblo a tener todo lo que tienen, gracias a Satanás, mi maestro. Confieso que maté hombres, mujeres, niños y bebés, todo por dinero y poder. Confieso que ofrendé animales y personas al Diablo y sus legiones para obtener su favor. Y confieso que no estoy arrepentida, pero vengo a usted porque, antes de que me vaya, alguien tiene que saber que fui yo.
No podía procesar todas sus palabras. Las confesiones llovían y no terminé de escuchar la primera cuando ya tenía la segunda. Lo peor es que, sin decir los nombres, sabía quiénes eran las personas de las que hablaba. Sin faltar ninguno, eran personas importantes en la comunidad, personas generosas y comprometidas con la Palabra de Dios.
—¿Qué pasa, Padre? ¿Le cuesta creer que nuestro presidente, don Arnulfo, ofrendó a su propio nieto recién nacido para salir libre de ese juicio y mantener su poder?—la mujer rió con fuerza, algo estridente—. Pero no es eso por lo que estoy aquí. Puedo contarle muchas historias, de verdad. El problema es—suspiró con mucho pesar—que no me queda mucho tiempo. Vengo aquí a contarle porqué no me queda tiempo porque... De verdad me aterra lo que espera por mí a la hora de mi muerte...
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Editado: 12.03.2025