Recuerdo bien la primera vez que visité un cementerio. Los monumentos de ángeles grises y silenciosos sobre las tumbas, algunos rotos, consumidos por el tiempo, con grietas enormes o pedazos desprendidos. También recuerdo las lápidas con forma de libro abierto, cuya anotación eran nombres y fechas que, para mí, no significaban nada, pero que, para alguien más, lo eran todo. De vez en cuando veo, en mis sueños o en mis pesadillas, las tumbas abiertas que mostraban, de forma tranquila y siniestra, la cantidad de féretros que contenían.
Tenía 14 años. Hasta esa edad, tanto mi madre como mi abuela, consideraron que ya no era una niña, que era seguro que visitara ese lugar. Y yo me enamoré de la calma del sitio, del blanco paisaje, mezclado con las suaves notas de color que añaden las flores antes de marchitarse y llegar, por fin, a los muertos.
Al crecer un poco más y obtener la ansiada libertad para ir a donde yo quisiera, elegía ir al cementerio. Una vez llevé a un novio y parece que no fue de su agrado, pues nunca quiso hablar del tema y jamás volvió a acompañarme. Incluso me dijo que "estaba loca". Pensamiento común en personas peleadas con la vida y temerosas de la muerte. Verás, cuando entiendes la paz del cementerio, comprendes que también hay paz en la muerte.
Podrías pensar hasta este punto que la reacción de él fue "normal", pero estás equivocado. Entiendo lo que implica una visita común a este lugar: la inhumación de un ser querido o algún conocido, visitar la tumba de alguien en su aniversario luctuoso, el dolor y la angustia de un duelo, de la muerte de alguien a quien amaste. También he pasado por eso y comprendo a la perfección si me dices que hablar de esto te revive la sensación de tener el alma desgarrada. Ahora, si lo dices por la mala vibra de estos lugares, hay peor energía en una iglesia o en un hospital, incluso en las escuelas.
¿Y qué tiene de "paranormal" este relato?
Al avanzar varios años en los cuales sólo disfruté de la paz que ofrecía este espacio, del silencio y la soledad, encontré que había algo mucho más interesante, algo que pensé que sólo pasaba en los libros de leyendas que coleccionaba con tanta afición.
Un día pasé en frente del mausoleo de un joven de 22 años. Tenía un par de días ahí. La muerte de este chico fue noticia en la ciudad: murió a manos del crimen organizado, pero todo fue una confusión, ya que tenía el mismo nombre y vivía muy cerca del objetivo real. Pero había algo que no estaba bien. El aire ahí era nauseabundo, imposible de respirar. Las flores aún estaban frescas y el agua en ellas tenía un ligero tinte amarillento, por lo cual deduje que el olor no venía de ahí. Comencé a observar bien el entorno, pues era algo que mi mente recordaba. "Un pajarito muerto—y llegó a mi mente la imagen del cuerpecito de un gorrión, cuyo vuelo se redujo a ser la cena de unas hormigas—, un pajarito muerto a pleno sol. Es el olor de la muerte".
Me detuve a observar: de izquierda a derecha, de arriba a abajo y no vi nada. Decidí rodear el mausoleo, pues sólo el pasillo principal era de cemento y el resto pasillos para desplazarse entre las tumbas era de tierra. Entonces, y era probable, alguien enterró ahí a su mascota fallecida, de manera ilegal, pero con el objetivo de darle una despedida simbólica. Grave error el llevar la ingenuidad como bandera.
Justo en la parte trasera del mausoleo pude ver un plato de cerámica grande, sobre el cual se colocó un corazón de res y que cubrieron con cera de diferentes colores. También había dibujos de símbolos, restos de velas, lo que parecía ser un rosario y un líquido, que oscilaba entre el rojo y el negro, emanando de ese pútrido órgano.
Sentí una descarga eléctrica en mi cuerpo, algo que me obligó a retroceder e ir en busca del señor Estanislao, el sepulturero y encargado del cementerio. Él era el único que podía ayudarme.
—¡Señor Estanis—dije, agitada por correr desde ese lugar hasta la entrada—, señor Estanis! Ayúdeme: encontré algo horrible en la tumba de este chico, el de la noticia.
—¿¡Tocaste algo!?
—No, pero lo vi. Lo vi todo—la mueca inicial de sorpresa y enojo cambió por una de preocupación—. Por favor, vamos, tiene que verlo. Hay que quitarlo: huele muy feo.
Al llegar, el señor vió lo mismo que yo vi, Regresó a su cabinita y llemó a alguien. Volvió a preguntarme si había tocado algo. Le repetí que no y todo se quedó en silencio hasta que recibió una llamada y fue, de nueva cuenta, al lugar donde guardaba sus cosas. Al volver, traía una escoba, un recogedor, una bolsa y una botella de agua. Roció agua a la bolsa y, con ayuda de la escoba y el recogedor, logró meter ese plato con todo su contenido.
—Vente, no es seguro que te quedes aquí—tomó la bolsa y caminó de nuevo a su espacio de trabajo—. De hecho, creo que deberías ir a tu casa. Bueno, no, primero a la iglesia. Ve y pregúntale al sacerdote qué tienes que hacer.
—¿Por qué dice eso, Estanis? ¿Me quiere asustar?
—Ay, mi'ja: usted nunca había visto una brujería.
—¿Brujería?
—De la más mala, hija, de esa que sólo hacen aquellos que piensan que el alma vale menos que el cuerpo.
Y ese día entendí dos cosas: que la brujería sí existe y que, una vez que sabes de su existencia, ya no saldrá de tu vida, para bien o para mal.
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Editado: 12.03.2025