Desperté en la casucha que compartía con esa mujer. Estaba desnuda. Me dolía todo el cuerpo, hasta el pelo y las uñas, cada milimetro de mí. No supe nunca cómo llegué hasta ahí, en qué momento dejé el cementerio. Nadie me lo dijo y yo tampoco pregunté, porque ¿de verdad era importante?
Casi amanecía. El Sol comenzó a colarse poco a poco y me dió una vista de mi condición: tenía sangre en los brazos, pero ninguna marca, salvo un par de símbolos en las muñecas, los cuales se extendían a las palmas de las manos. Aquí puede verlos: son los sigilos de Belial y Lucifer. También podía ver sangre entre mis piernas, además de varias marcas de dientes en mis muslos. Tenía marcas de manos por todos lados: algunas pequeñas, otras grandes, y moretones en todos lados. Mi estómago estaba negro, como si alguien lo hubiera cubierto de pintura, pero no eran más que golpes, de esos tan intensos que te cambian el color de la piel.
Me incorporé con mucha dificultad, pues también quería ver el nivel de daño en mi rostro. Al mirarme en el espejo, me fue devuelta la misma imagen que había visto todas las mañanas antes de ese día: la única diferencia estaba en mis ojos. Antes de un marrón brillante, llenos de vida; ahora, eran grandes abismos en los cuales cualquiera podía perderse. Supongo que ese es el signo de los que pierden el alma. Ahí, frente al espejo, intenté con todas mis fuerzas recordar lo que había pasado, en qué momento había salido del cementerio y, lo más importante, con quién...
—No te esfuerces, eso ya no importa—una voz de mujer muy dura, pero seductora, justo detrás de mí, rompió con el silencio—. Es mejor que lo olvides—me di la vuelta y la vi: era una hermosa mujer morena, con el pelo negro como la noche, con un vestido dorado y con los pies desnudos. Sus ojos eran más negros que los míos, no había ningún punto blanco en ellos; sus labios tenían un color rojo encendido y lucían tan seductores—. Soy Naesly y te acompañaré hasta que estés lista para servir a nuestros Señores. Te contaré todos los secretos, los rituales, las oraciones, los cantos... Y las cosas que debes evitar para ser siempre favorecida por ellos.
—Yo... este... yo soy Lui...
—Sí, Luisa, ya lo sé. Olvida las formalidades y cúbrete. El primero llegará en unos 15 minutos.
—¿El primero?
—Vamos a establecer reglas, ¿de acuerdo? Si vuelves a hacer una pregunta estúpida, te golpearé sin ninguna piedad ¿Lo has entendido?
—Sí, Naesly.
Me fui rápido a buscar algo de ropa, algo que me tapara todo el cuerpo. Ni siquiera yo soportaba ver la destrucción en él porque, más que doler, me avergonzaba. Yo no entendí bien qué había pasado, pero sí era algo que me llenaba de vergüenza, que me hacía sentir mal conmigo misma. Algo en mí se sentía distinto, como si me hubieran quitado un peso muy grande, sí, pero también se sentía un vacío, parecido a que te arranquen las tripas o que te quiten una pierna. Tal vez por eso la ligereza...
—¡Y también si piensas estupideces!
Naesly, al igual que el hombre del cementerio, podían escuchar mis pensamientos. No había nada privado en su presencia. Eso era aterrador, cierto, pero también era una herramienta de control para lo que vendría después...
Pasados unos minutos alguien tocó la puerta. Con un gesto, Naesly me indicó que fuera a abrir. Ahí, frente a mí, estaba un hombre de unos 45 años, casi calvo, moreno claro, con una panza hinchada, de esas que tienen los borrachos. Su mirar era nervioso: de arriba a abajo, de un lado a otro, incluso movía la cabeza y los brazos. Eran movimientos errados para una persona en total uso de sus facultades. La ropa sucia delataba un viaje a pie, tal vez algo accidentado por la tela rota y los zapatos agujerados, así como la tierra en sus mejillas, marcada por el sudor.
—¡Ayuda! ¡Necesito ayuda!—su voz, al principio fuerte, comenzó a romperse poco a poco y se convirtió en una súplica lastimera—. Esa cosa viene detrás de mí. Necesito ayuda—el hombre cayó de rodillas frente a mí—. Por favor, señorita, se lo suplico, ayúdeme.
—Oh, buen hombre, debe estar sediento—la voz de Naesly cambió por completo: era completamente seductora, sin ningún tipo de aspereza, atractiva para cualquiera—. Luisa, hazlo pasar, dale un vaso con agua.
—Mil gracias, señoritas. Dios las...
—¡Mierda! ¡Acabas de quitarle lo divertido a todo, maldito estúpido!
Y Naesly me empujó para saltar sobre el pobre tipo, quien no tuvo tiempo de reaccionar. Cayó al piso, pesado como una tabla, y pude ver cómo su cabeza rebotaba ante el impacto. Ella se levantó y tomó por el cuello al aturdido hombre. Lo miró con furia y lo arrojó dentro de la casa. No le importó si se golpeaba o rompía algo: su enojo era impresionante, no había manera de contenerlo o de poderla controlar. Me ordenó que cerrara bien la puerta, que la trabara para evitar que ese maldito intentara escapar. Después de tanto golpe sería un milagro que se mantuviera en pie.
—Ahora, Luisa, vas a aprender para qué sirve la sangre y el dolor en un ritual.
Un libro con cubiertas de piel salió de la nada y se acercó flotando a Naesly. Sí, flotando. La manera que yo encontré de explicarlo es que hay demonios cuyo rango es tan bajo que viven al servicio del resto de entes infernales, incluso de aquellos que somos humanos y hemos pactado con los gobernantes del infierno. Vi que ella acarició el lomo del libro, el cual tenía varios sigilos y relieves que lo hacían una auténtica obra de arte. Además, lo besó con tanta devoción y pasión que, más que un objeto, parecía un amante capturado ahí.
Con sus uñas afiladas terminó de romper la ropa del hombre y también rompió la suya. Al estar ambos desnudos, el instinto traicionó al hombre y comenzó a hacer lo que hacen el hombre y la mujer al estar en esa situación. Naesly parecía disfrutarlo tanto como el hombre: lo besó, mordió y acarició hasta el orgasmo, donde ella levantó un cuchillo y, sin pensarlo dos veces, lo clavó en su pecho. Los gritos del hombre, cada vez más ahogados, le producían más placer: parecía estar a punto de estallar. Yo estaba inmóvil, sin saber qué hacer, hasta que me pidió que me acercara. Ahí, pude ver el sigilo de Belial bien dibujado en el pecho del hombre y al libro... Ese libro, lo juro, se tomaba la sangre.
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Editado: 12.03.2025