No daré más detalles de los rituales o de cómo fue que aprendí. Hice mucho, demasiado, durante los 2 años que compartí con Naesly. En cada aprendizaje, en cada cosa que hacía, perdía un poco más mi humanidad: me consumían el odio, la violencia, el placer y el deseo de poder. Nunca tenía suficiente, jamás estaba satisfecha. El día que ella se fue, me dejó instrucciones muy claras:
—¿Recuerdas esta canasta?—asentí con la cabeza—. Es la misma que tenía en su poder Egaeus el día que lo conociste—hasta ese día supe el nombre del sujeto que me había arrastrado a todo esto y, al día de hoy, no sé si agradecerle o odiarlo hasta mi último respiro—. Esta canasta es la fuente de lo que eres ahora. No debes tenerla lejos de ti, mucho menos cuando salgas a la calle. De hacerlo, las cosas se pondrán bastante feas, pues será el equivalente a renunciar a nuestros Señores, a decepcionarlos ¿Me estás entendiendo?
—Por completo, Naesly. Esa canasta es más que mi vida, porque es la prueba de mi servicio y lealtad a mis Señores.
Y así como llegó, se marchó: de la nada, desvaneciéndose en el aire. Los días pasaron, luego los meses, y comencé a hacer trabajos para gente que venía de otros lados: ciudades lejanas, incluso otros países. Nadie me decía cómo se enteraban de mi existencia, de que yo podía ayudarlos a obtener lo que tanto querían, los deseos de sus oscuros corazones. Sin mentir: todos llegaban con dinero, oro o algún título de propiedad en la mano, listos y dispuestos a pagar lo que fuera, pero para Lucifer y Belial esas son cosas vanas. Las riquezas de la tierra tal vez me servirían a mi: a ellos no y siempre exigían un pago alto. Y si la persona quería un trabajo más, o bien, renovar el que ya había hecho, el costo se elevaba.
Aquí yo pongo en duda la bondad y la inteligencia del ser humano, pues, cuando digo "costo" no estoy hablando de dinero. Era algo que, para cualquiera con tantito amor por el prójimo y poquita ética, sería impagable. Pero, para todos ellos, el precio era lo menos importante. Ahí es donde suceden los horrores, las cosas que me llevaron a preguntarme más de una vez si había tomado la decisión correcta. Llegaba a mi mente la visión de mi vida en el otro pueblo, algo modesto, pero tranquilo, y cualquier ruido o cosa me despertaba de ese maravilloso sueño.
No me arrepiento de la vida que he llevado, de las cosas que hice y las que pude evitar hacer, pero tampoco estoy orgullosa de ellas. Pero no es momento para eso. Avanzaré al ritual que salió mal, al que me tiene aquí, contando las horas para conocer frente a frente a quienes me hicieron lo que soy.
Ya expliqué que la canasta que siempre traigo conmigo es importante. Cada cierto tiempo, debo renovarla. Las flores, las yerbas, lo que sea que brote de ella no es algo que se marchite o que se eche a perder: es lo que necesito para hacer mis rituales y eso me lo mandan mis Maestros, desde el lugar donde se encuentran. Ese ritual es complejo: requiere de mucha concentración, de tiempo y, sobre todo, de una parte de mí. Ya lo había hecho antes, teniendo mascotas, encariñándome con ellas y entregándolas a mis Señores cuando llegaba el momento. Implicaba dolor y sufrimiento, pues nunca te acostumbras del todo a esa última mirada pura e inocente, llena de amor, que te arrojan antes de que les claves el cuchillo.
Estaba lista para hacerlo. Mi perro, Cuervo, era el animal más lindo que había tenido. Era tan noble, tan tierno. Desde que llegó a mi vida sabía hacer trucos como dar la pata, ponerse de panza o ladrar cuando se le indicaba. De verdad, era hermoso y lo amaba como nunca había amado a una mascota, aún sabiendo el destino que le esperaba y que yo comencé a asumir conforme se acercaba la fecha. El problema fue que llegó una maldita mujer con una mocosa horrible. Querían una simple limpia, algo básico, porque alguien le había dicho que "su hija traía colgando un muerto".
En lo que yo consultaba con las cartas y otras cosas, la niña observaba toda mi casa, de arriba a abajo, de un lado a otro. Sólo le dije una vez que no tocara nada, que dañaría mis cosas y entendió a la perfección. Me pareció extraño pues era una mocosa de unos 7 u 8 años. Se acercó con educación a su mamá y le dijo que "esperaría afuera". Por mí mejor: no tendría que preocuparme de las tonterías de una niña, o estar tensa por el miedo a que rompiera algo. Abrió la puerta, como si hubiera estado en mi casa más de una vez, y se salió. La mujer estaba nerviosa. En ese momento, pensé que era porque su hija se había salido y no traía un acompañante. Entonces le dije que así no podía trabajar, que tenía que estar concentrada conmigo, que se fuera y volviera cuando encargara a su chiquilla con alguien. La acompañé a la puerta y vi a la escuincla sentada en el auto en el que llegaron. Ambas se despidieron con la mano y yo respiré, aliviada y deseando no volverlas a ver porque vi clarito ahí en las cartas que ellas estaban mal por un trabajo que me habían pedido hacer.
Me di la vuelta y comencé a hacer mis cosas: preparar velas, sal, amarrados de yerbas... Y me entretuve tanto que no me di cuenta de que ya tenía un buen rato que no veía a Cuervo y ese era el día para el ritual, ya teníamos que estar listos. Comencé a llamarle, a decirle con la voz más dulce del mundo que era hora de comer. "Cuervo, Cuervito, ven a comer, papacito". Lo llamé, pero no jugaba con las gallinas ni corría por el campo: simple y llanamente no estaba.
Pensé de inmediato en ir con mis vecinos a preguntar si vieron a mi perro, pero, antes de llegar a la siguiente casa, que estaba casi a 1 kilómetro de camino, encontré una nota, atrapada por una piedra, puesta con tanto cuidado que no era casualidad: alguien lo hizo con la intención de que yo lo viera. Al levantarla, vi mi nombre en ella, escrito con una letra tan común que podría ser de cualquiera, pero era la de esa mujer:
—Luisa: nos hemos llevado al perro. Sería cruel, no sólo para el animal, dejarlo contigo, pues conocemos su destino. Confío en que, una vez que entiendas la situación en la que estás, des la vuelta y decidas volverte mortal.
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Editado: 12.03.2025