Historias de Cementerio

Máscara

Mi abuelo me contó una historia poco antes de morir. Yo era muy pequeña y no entendía muchas cosas, pero mi cerebro entendió que necesitaba guardar cada palabra, conservarlo hasta que tuviera edad para comprenderlo. Esto fue lo que me dijo en ese relato:

Vivía en un pueblo pequeño, donde mi familia tenía unas pocas tierras, en las cuales se criaban gallinas y se cultivaba maíz y avena. Teníamos también árboles frutales, un par de chivitas, una vaquita y mucho por hacer. Si bien mi familia tenía ciertas riquezas, no nos podíamos dar el lujo de contratar personas para que hicieran el trabajo de siembra, cuidado y recolección por nosotros. La vida era simple, aunque con sus complicaciones. Mis hermanos, mis padres y yo estábamos tostados por el trabajo en el sol; a veces había quejas por el cansancio, unas más porque alguien hacía más que otro... Cómo extraño la normalidad.

El problema no empezó con nosotros. Nuestro vecino más próximo, Artemio, era un hombre joven, de unos 25 años, según recuerdo. Él sí que lo tenía todo: recursos para contratar gente, llevar sus productos a otros pueblos, cabezas de ganado y viajar a donde le diera la gana. Bueno, casi todo. Sus padres murieron cuando él era un niño y fueron los trabajadores de su casa los que se encargaron de enseñarle lo que debía hacer. Y cada año, parecía que envejecía de más. Aparentaba unos 45 años, más o menos, pero mi mamá decía que era porque había madurado muy rápido.

Mi papá, Juventino, tenía buena relación con él. Se reunían de vez en cuando a hablar de negocios, jugar baraja, platicar e intercambiar una copa. Siempre nos contaba cosas buenas de él: la cantidad de libros que tenía, que hablaba varios idiomas, los extraños recuerdos que traía de sus viajes... Me parecía una persona fascinante, alguien con quien me gustaría platicar para aprender un poco.

Un día, Artemio regresó de un viaje bastante largo con algo extra en su equipaje, algo que llamó la atención de todo el pueblo porque, para empezar, nunca se preocupó por ocultarlo: al contrario, él quería que todos vieran esa cosa:

—Miren, traje esta máscara —era horrible: una tabla de madera de unos 70 centímetros, con una capa de pintura verde, aunque algo descolorida, tal vez por el sol; el borde tenía piedras y plumas incrustadas, las cuales se alargaban a lo que sería el rostro para formar una especie de boca con una mueca triste, que se complementaba con los agujeros que simulaban a los ojos, dando como resultado una expresión enferma y agonizante—. Se le robé a un brujo de una aldea que visité. No me la quería vender y, como ya saben, no estoy acostumbrado a recibir un "no" por respuesta. Siempre que quiero algo, lo tengo.

—¿Y te dejó que te la llevaras, así sin más? —preguntó mi papá—. Si se negó a vendértela, fue por algo.

—Sólo vio que me la llevaba y dijo "qué la disfrutes tanto como yo lo haré", así que supongo que no se molestó. Aparte, sabes que no creo en esas tonterías —tomó con orgullo la máscara entre sus manos y se la colocó en el rostro—. Es que, ¡vean! Es hermosa, es perfecta.

Mi papá ya no le dijo nada, pues vio su emoción, pero toda la situación era extraña porque nadie, mucho menos un brujo, permitiría que le robaran sin decir nada o dar pelea.

Los días pasaron y la emoción de este tipo no disminuía. Por el contrario: cada vez eran más frecuentes sus paseos en la plaza principal con la máscara puesta. Muchos niños gritaban y huían de su presencia y los perros ladraban con furia al verlo, aunque no se acercaban para tratar de morderlo. Y después de un par de semanas con esa reacción, los niños preferían no salir a las horas que se le veía en las calles y los perros aullaban como si estuvieran lastimados, agonizantes.

Lo que también cambió fue la manera de caminar del sujeto. Al principio caminaba erguido, firme, presumiendo su máscara. Ya cuando los perros le aullaban, sus pasos eran aletargados, con las rodillas dobladas y los brazos flácidos. Si tenías la desgracia de verlo de frente, recibías una mirada perdida, sin una chispa de brillo o de vida en su interior. Yo podría decir que esos ya no eran ojos: eran abismos, la entrada al infierno mismo.

Todas las personas que trabajaban para él habían renunciado. Una mujer ya entrada en años, que fue la encargada de criarlo, era la única que se negaba a irse pero, de acuerdo a lo que me contó mi mamá, una mañana la vio correr desesperada hacia la iglesia del pueblo, con el rostro sangrante, gritando "el demonio está en el pueblo; él es el demonio". Y tal vez ella sabía algo, tal vez no estaba loca, porque desde ese día muchas cosas comenzaron a tener sentido: el frío, pero de ese que te cala en los huesos, una serie de ruidos raros que se escuchaban por la madruagada, como animales rascando en las puertas; gruñidos que venían de la nada y la sensación constante de ser observado, sin importar dónde o con quién estuvieras.

A nadie parecía importarle. Desde lo que recuerdo, fue tan gradual que no lo notamos. El día que se hizo algo fue cuando una pareja de ancianos descubrieron a Artemio escarbando en el cementerio. No parecía buscar un objeto o persona en específico, pero sí destruía cosas en su búsqueda: rompió varias docenas de lápidas, destrozó varios mausoleos y desenterró a unos cuantos de la fosa común. Todo esto mientras traía puesta la máscara, lo que complicó un poco su arresto pues, para este punto, incluso los policías se austaban ante su presencia y nadie quería tocarlo.

Después de que lo llevaron a su casa, mi papá decidió que era momento de intervenir. Él siempre fue una buena persona y sabía que su amigo lo necesitaba. Caminó desde nuestra casa hasta la de Artemio y lo que encontró ahí lo impactó tanto que lo acompañó hasta su último suspiro: no había puertas y las ventanas estaban rotas y, al entrar, se encontró a su amigo bebiendo sangre de una vaca, y no cualquier vaca: era la nuestra. Además, a un lado del cuerpo de la vaca, estaban las dos chivitas y una gallina, todas muertas y desangradas:




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