No me queda duda: sólo están bien los que ya no están. Los muertos tienen suerte: no hay hambre, no hay llanto, tampoco hay mentiras, sufrimiento, mucho menos amor...
El hermano de mi papá, algo ebrio, hablaba y reía sin parar mientras yo tenía frente a mí tres horribles y fríos ataúdes: mi papá, mi mamá y mi hermano. Aún no entendía bien qué había pasado, porqué yo tenía que vivir esto, porqué me había quedado sola en este mundo... Porque, de eso estaba muy segura: después de ver la conducta de la familia de mi padre, no quería volver a verlos en el tiempo que me quedara en este mundo. Y con la familia de mi madre casi no contaba pues era reducida y vivían lejos. Sólo llegaron para despedirse de ellos y para ayudarme con los trámites, algo que no podría pagarles con todo el dinero del mundo.
La gente iba y venía. Se sentaban a mi lado un rato, me ofrecían algo de tomar o de comer y, poquito a poco, salían del lugar, en busca de aire, de un ambiente más afortunado. Las salas funerarias, por más limpias y bien decoradas que estén, no dejan de ser lo que son. Siempre es lindo que los dueños de estos espacios sean amables, que intenten ayudar con algunos arreglos de flores o una determinada cantidad de café para las personas que acuden al velorio. Pero la dueña de este espacio tenía... No sé cómo decirlo sin sonar mal agradecida, pero no me parecía normal tanta amabilidad. La señora Graciela, una mujer bajita, se acercaba a mí cada tanto para preguntar si se apartó la misa de cuerpo presente, si aún había café o si quería comida. Era insistente. En ese momento, lo único que pensé fue "ella sabe que soy vulnerable, que necesito mucho y que no tengo a nadie".
Conforme avanzaron las horas y oscurecía, Graciela se encargó de llevar a la gente a la puerta para cerrar. Por seguridad, el velatorio no puede permanecer abierto toda la noche, pero sí pueden quedarse pocas personas para acompañar a los difuntos. Era lógico que yo me quedaría, pero no sabía quién más lo haría. Graciela se acercó a mí con un par de cobijas y me las extendió en un sillón:
—Listo, niña. Estaré aquí en la oficina, por si necesitas algo.
—Disculpe, ¿quién más va a quedarse? ¿Le dijeron algo mis tíos?
—Ya tiene rato que se fueron, que iban a cenar y que venían mañana temprano —aunque quise disimular, fue imposible, pues esto acentuó mi tristeza y me solté a llorar—. Ay, niña, no te pongas así, ya tuviste mucho por un día y ellos no lo merecen. Si quieres me quedo contigo. Deja traigo mis cosas.
—No, no se preocupe. Creo que es mejor. Prefiero estar sola con ellos una última noche, como antes de todo y como ya no volverá a ser.
—Eso, platica con ellos, cuéntales tus penas, pero no te mueras con ellos. La Gloria de los Muertos es que ya no viven la pena de los hombres, aunque su existencia se rodea de magia, misterio y cosas que nosotros jamás comprenderemos hasta que nos toque vivirlo.
—Señora Graciela, ¿usted cree que están en el Cielo?
—Hijita, yo lo único que sé es que están en la Gloria de los Muertos, poquito antes del Eterno Reposo.
—Lo dice como si fuera una ubicación, un lugar o una ciudad.
—Parecido, hija, muy parecido. Cuando trabajas muchos años con la muerte, le vas entendiendo un poco, aunque no te revela todos sus secretos. Tú confía e intenta dormir un poco. Mañana será más pesado que hoy.
La vi salir de la sala y yo me acosté en el sillón que ella había preparado para mí pensando que tenía razón: si ese día fue difícil, el siguiente sería peor. Esa mañana, muy temprano, me fueron a buscar a mi casa para darme la noticia del choque y para ir a reconocer los cuerpos a la morgue. De alguna manera, logré avisarle a una tía que vivía cerca para que me acompañara. Ella llamó al resto. No sé quién contrató el servicio funerario, mucho menos quién eligió las cajas, no me importó nunca. Pero el día siguiente... Ah, por la mañana tendría que llevar a mi familia al cementerio, a despedirme de sus cuerpos, de la visión física que tenía de ellos y, después de eso, volver a casa para encontrarme con un espacio vacío, pero lleno de su esencia y de sus cosas.
Con todos esos pensamientos en la cabeza, me fui quedando dormida. Los ojos se abrían y cerraban lentamente con la visión de tres féretros frente a mí. Mi vida entera en cajas.
Desperté durante la madrugada. Había algo que no me dejó seguir durmiendo, una sensación de ser observada, de un montón de ojos ahi, en esa sala. Me senté en el sillón con los ojos clavados en el suelo para estirarme y poder ir por un café ¿A quién le importaría no dormir por la cafeína? El tiempo perdió todo su valor, ya nada tenía sentido. Pero, al levantar la mirada del piso, noté la silueta de tres personas en otro sillón. Esa era la respuesta a la incomodidad que sentía. Seguro mis tíos habían regresado. Al menos ya no estaría sola.
Me levanté por el café y vi a otras cinco personas caminando en el pasillo, juntos y en silencio. Traté de identificarlos, pero no recordé sus rostros de ninguna fiesta, reunión o lugar. Tal vez otra persona murió y les rentaron la sala contigua a la nuestra. Si, eso era lo más probable: la muerte no tiene hora ni palabra de honor. Conforme me acerqué a la puerta principal, vi llegar más y más gente. Según mis cuentas, eran más de cincuenta personas, una cantidad considerable para un espacio relativamente pequeño. Sólo que había un detalle: la puerta estaba cerrada:
—Cuando la desgracia azota, no escatima, no perdona —escuché la voz de la señora Graciela, proveniente de la sala. No susurró nada, pero tampoco gritó: era una voz normal, amplificada por el eco del lugar—. Pero que no sea la desgracia la que los una, sino la esperanza de llegar al Eterno Reposo algún día—llena de curiosidad, regresé a la sala, pues quería saber con quién estaba hablando, tal vez con mis tíos. Lo que yo quería era no sentirme sola en ese lugar tan frío y lleno de muerte—. Esta noche los he convocado para recibir a esta familia ¡Bienvenidos sean a la Gloria de los Muertos!
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Editado: 12.03.2025