El culto a las Ánimas del Purgatorio forma parte de la tradición católica. De acuerdo con este culto, el Purgatorio es un estado temporal de las almas que deben purificarse para poder ir al Cielo. Las ánimas eran personas justas en su vida terrenal, pero, por azares del destino, murieron con la llamada "mancha del pecado": no comulgaron, no se confesaron, maldijeron, cometieron fraude... Cosas que, si bien se consideraban graves, no eran para tanto como para terminar en el infierno.
Sin embargo, es un lugar horrible, colindante con el infierno, donde el tiempo parece ir lento o ni siquiera avanzar. Hay quien dice que hay torbellinos, truenos, lluvia e inundaciones de manera constante y con un alto nivel destructivo; también mencionan que hay una pestilencia nauseabunda, vomitiva, que no disminuye jamás. Y, para ayudar a las ánimas, los fieles del culto rezan, celebran misas y practican la piedad, siempre en nombre de ellas, para acortar su estancia en tan terrible lugar. Pero eso no es todo. No sólo se le reza a las ánimas porque sí. También se les pueden pedir favores.
Uno, el más simple, que no recuerdo bien dónde, cuándo o de quién lo escuché, pero lo sabía: si encontraba algún objeto o documento importante, podía pedirle a las Ánimas del Purgatorio que me ayudaran. Sin embargo, todo el tiempo, justo cuando pensaba en eso, el objeto aparecía, tal vez porque sabía buscar bien o por algo más. Era como si un guardián, un ente encargado de vigilarme, evitara que hiciera contacto con ellas. De hecho, cuando mi abuelita me contó sobre ellas e incluso me enseñó la oración que se hacía, ella me dijo que "era mejor no deberle nada a las Ánimas" y que, si llegaba un punto donde no tuviera otra opción, no me olvidara de pagarles lo que había acordado porque "son entes que no distinguen entre bien y mal: lo único que quieren son las oraciones para salir del Purgatorio".
Así pasaron los años y, de vez en cuando, venía a mi mente la existencia de las Ánimas del Purgatorio, del culto hacia ellas y, en especial, las imágenes representativas: personas desnudas, rodeadas por fuego, con los brazos levantados, como intentando alcanzar el Cielo. En algunas imágenes, portaban cadenas o escapularios de la Virgen del Carmen y otras más pintaban unos ángeles que estaban tan cerca y tan lejos a la vez. Sin lugar a dudas, una de las representaciones más aterradoras dentro del catolicismo, pero con cierta belleza, que no es otra cosa que el halo de misticismo que las rodea. Para algunos existen, para otros no es posible que exista un lugar así: o te vas al Cielo o al Infierno, pero no hay nada en medio. Incluso la misma Iglesia negó la existencia del Purgatorio. El detalle está en que la experiencia y los testimonios de cientos o miles de personas no coinciden con esa declaración.
Mi historia con las Ánimas empieza como ya lo he mencionado, pero el primer contacto jamás se olvida porque, después de que ocurre, no hay manera de cerrar esa puerta. Ocurrió en la época más oscura de mi vida, un año en el cual perdí todo: mi mascota murió, me robaron mi auto, mi pareja se fue con la tonta excusa de "no eres tú, soy yo", tuve que abandonar mis estudios de maestría por falta de dinero, perdí mi trabajo y regresé a vivir a casa de mis padres. No había un día en que no mandara mi curriculum a alguna empresa o que saliera temprano con varias copias para entregarlas personalmente. Así pasó un mes, dos, tres... Hasta llegar a ocho meses. Tenía trabajos pequeños que me permitían costear parte de mis gastos, pero dependía por completo de mis padres. Ellos no me reprochaban nada, veían mi esfuerzo y les dolía mi frustración. Era una situación que me ahogaba, desde el amanecer hasta que me quedaba dormida.
Justo en ese momento, recordé a las Ánimas y todo el culto detrás de ellas. Hice una búsqueda en internet, como todo lo que se hace hoy en día, y encontré la oración que, muchos años atrás, me mostró mi abuela. Esperé a la medianoche y prendí una veladora y recé la oración, seguida de la petición, aquello que quería con tanta desesperación: que mi vida diera un giro y mejorara. Al terminar, apagué la veladora y me fui a dormir. Por la mañana, esperé al medio día y realicé el mismo procedimiento. Hasta ahí todo bien; no sentía nada distinto, pero sí tenía esa idea de estar siendo vigilada por alguien desde las esquinas. Supuse que era parte de la ansiedad y el estrés causados por mi situación, así que no le di mucha importancia.
Confome se acercaba la media noche, me sentía más inquieta, con un poco de miedo y, sobre todo, con mucho sueño, pero tenía que resistir: necesitaba el favor de las Ánimas. Como consecuencia del cansancio, escuché varias veces mi nombre, susurrado, pero muy clarito y cerca de mi oído; también noté que había sombras a mi alrededor, pero sólo perceptibles por el rabillo del ojo. Al menos eso quería creer, que era cansancio y estrés.
Con la medianoche, llegó el sonido del fósforo al encenderse, el olor de la cera al consumirse, mi voz al rezar y ruidos lejanos, como llantos, gritos y lamentos. Lejanos, sí, pero aterradores, de esas cosas que hacen que se te erice la piel, quieras o no. Aún así, no presté demasiada atención en si transmitían un mensaje o no, pues lo único que me importaba era terminar de rezar. Mi cansancio era tal que yo misma noté cómo arrastraba las palabras, cómo, de ratos, quedaba en pausa porque los ojos se me vencían y dormitaba. Con mucho esfuerzo dije "Amén" y no supe más de mí: me quedé dormida.
No podría asegurar que lo que estoy a punto de contar fue un sueño, pero negar que lo fue hace que las cosas sean peores y decir que fue algo paranormal me haría quedar como una loca.
"Desperté" en un lugar que, si bien no conocía, me parecía bastante familiar. Era un campo verde, en el cual brillaba un sol hermoso, sin una sola nube en el cielo, pero no había nadie cerca, ni un alma. Avancé, sin cuestionar mucho, en modo automático. El campo no tenía un límite, un borde final, cualquier cosa que indicara que era el fin del camino. Lo único que cambió fue que el cielo comenzó a oscurecer por la presencia de unas nubes grises y el silencio fue interrumpido por la furia del viento y el trueno. Corrí para buscar refugio, pues era evidente que llovería, pero no tenía a dónde ir, no había lugar para esconderme. En mi huída, tropecé y caí de rostro, sin tener tiempo de amortiguar la caída con mis manos. Todo empezó a verse rojo: me había lesionado al caer y la sangre me cubría los ojos. Pero, ¿por qué no distinguía el olor de la sangre? ¿Por qué no sentía el líquido correr por mi rostro? Sí sentía calor, pero no era por eso, era algo más.
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Editado: 12.03.2025