Existen cosas, extrañas y ajenas al mundo real, cosas de las que siempre nos negamos a hablar mientras la existencia es tangible, que, al llegar a ese más allá, te encuentras con horrores difíciles de describir. Nunca nadie está listo para la muerte porque jamás se sintieron listos para la vida. Es complicado, pero es la clave de este relato.
Yo era un hombre de mediana edad, promedio en todos los aspectos de la vida: un trabajo de oficina, lunes a viernes, medio día de sábado, un sueldo promedio que se iba a deudas, cuentas por pagar y un ahorro que utilizaría algún día; salía con mis amigos de vez en cuando, visitaba a mi familia cada tanto, tenía una pareja a la cual amaba, pero no lo suficiente (aún) para arriesgarme a dar el siguiente paso con ella. Y, según yo, estaba vivo. Hacía planes para un futuro que nunca llegaría porque no hacía el mínimo esfuerzo para alcanzarlo y vivía en un presente que era una sombra borrosa de lo que quería ser cuando era niño.
A veces, no siempre, me acostaba en mi cama, con el celular apagado, sin ningún ruido de fondo: era sólo yo con la abrumante soledad recorriendo mi cuerpo. Veía el techo del cuarto, conocía todas sus grietas, las pequeñas marcas de humedad que se formaron durante la temporada de lluvias pasada... Me era fácil reconocer sus imperfecciones porque no tenía la disposición de reconocer las mías. Cada vez que mi cerebro o mi conciencia querían llevarme a un punto de introspección, a entenderme un poquito mejor, prefería buscar algún detalle en el techo, incluso en la pared de enfrente, hasta quedarme dormido.
Todo cambio uno de mis días promedio, cuando me dirigía al trabajo. El tráfico, los autos, las luces, las personas por sí mismas estaban más alteradas de lo normal, como si a todos les urgiera llegar a un lugar y esa misma prisa se encargara de retrasarlos, de moverlos con mayor lentitud. Y yo... Pues sí tenía prisa, pero ese día me sentía más relajado, más dispuesto a esperar, aunque eso implicara que llegaría tarde y perdería mi bono de puntualidad. Las cosas pasaron muy rápido: había un camión de reparto cruzando a su tiempo, un microbús volándose un alto, varios autos chocando entre sí y gritos, muchos gritos.
Quedé lo suficientemente cerca para ver todas las consecuencias de esa imprudencia. Poco importaba en este momento quién era el culpable: la prioridad era ayudar. Los pasajeros del microbús descendieron. Algunos se dispersaron, aún si estaban lesionados. Esto lo sé porque vi a varios cojear o con heridas notables. Otros no pudieron avanzar mucho, pues cayeron desmayados. Era un espectáculo macabro y mi primer acercamiento real a la muerte porque, aunque viví la muerte de algunos familiares, nunca la había tocado ni visto tan de cerca, causando tanta destrucción.
—Eh, amigo. Si puede moverse y salir de aquí, le recomiendo que lo haga—un oficial de tránsito, que no sé de dónde salió, se acercó para tocar la ventana de mi auto—. Abra espacio para los servicios de emergencia.
Asentí con la cabeza y busqué la manera de salir de ese terrible lugar. Por fortuna, lo conseguí y, justo cuando comencé a avanzar, una persona se atravesó frente a mi auto. Frené de golpe y quise gritarle un par de cosas, pero no me dió tiempo de hacer nada: cuando menos lo esperé, ya estaba dentro del auto y me ordenó, con voz firme, que siguiera, que no me detuviera por nada. El miedo me paralizó un poco, pues podía tratarse de un delincuente que se aprovechó de la situación.
—¡Avanza! Tengo que salir de aquí, me duele mucho. Llévame al hospital ¡Muévete!
Aceleré porque se trataba de una emergencia, o al menos eso quería creer. Conforme el auto se movía, traté de ver con el rabillo del ojo a mi copiloto: vestía de negro, de pies a cabeza, ya que incluso llevaba un sombrero negro, el cual, al hacer sombra, le cubría todo el rostro. No podía verlo bien, así que me es imposible describir cómo se veía en ese momento o si de verdad tenía alguna herida o lesión importante.
—¿A dónde te llevo?—pregunté con algo de miedo—. Estoy dispuesto a cooperar, sólo quiero llegar al trabajo, tengo muchas cosas que hacer y...
—Tranquilo, Joaquín, esa oficina no colapsará sin ti. Podrías haber muerto hoy y ya para mañana estaría tu reemplazo ¿Sabes a quién si le importaría?
—¿Cómo sabes mi nombre?—pregunté con preocupación, ya que no es algo que te esperas de un desconocido.
—No sólo tu nombre. Vamos a dar la vuelta: me caíste bien. Sigue conduciendo, no te preocupes por nada, no te haré daño. Tu novia, Beatriz, a ella sí que le rompería el alma si algo te sucede ¿Por qué no te has decidido a compartir tu vida con ella? La quieres, te quiere, se entienden y tienen proyectos en común. Ya sé que para ustedes es difícil elegir, pero no te estás haciendo más joven. Además, puedes morir en cualquier momento, ya lo has visto, te salvaste por poquito. Y, al recordarte esto, te pregunto: ¿Eres feliz? ¿Te gusta tu vida?
—¿Ser feliz? Pues sí, supongo que sí. Sí, sí soy feliz.
—Pero no lo digas para darme la vuelta. Te he visto más de una noche huir de la profundidad de tus pensamientos. Te niegas a aceptar que no lo eres ¿Recuerdas lo que querías ser de niño?
—Quería escribir un libro y ayudar a mis padres, hacer que su vida fuera más fácil—me detuve al notar cómo mi voz se quebraba—. Pero no sé porqué te cuento esto, no te conozco.
—Pero nunca empezaste a escribir el libro y tiene siete meses que no visitas a tus padres, ¿me equivoco? Ocho, la siguiente semana. Tu padre está enfermo y tu madre está triste porque no sabe de ti. Joaquín, no necesitas conocerme aún: tienes mucho por hacer.
Intenté mantenerme en silencio hasta que me indicara un lugar para que se bajara y yo pudiera seguir mi camino, pero pude sentir su mirada recorriendo cada centímetro de mí. Me sentí incómodo, intimidado, en peligro. Notó mi nerviosismo y se soltó a reír. Justo en ese punto, me di cuenta que su risa y su voz eran diferentes a cualquier que haya escuchado antes: un eco, como si el sonido tuviera su origen en una caverna. Yo sólo podía seguir conduciendo, con la vista al frente, sin detenerme, sin preocuparme por el combustible y con la sensación de que algo me impedía voltear hacia el asiento del copiloto. Y así transcurrieron más de dos horas, en las cuales me fue contando detalles de mi vida, desde travesuras infantiles hasta acciones rebeldes de adolescencia, para recordarme, según él, que era una persona totalmente opuesta a quien fui alguna vez.
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Editado: 12.03.2025