Eso de ser "vecinos de los muertos" no es nada más por vivir justo a un lado. La casa de mis abuelos era la única en esa acera: lo demás era el cementerio. Y, frente a la casa, se levantaban una tienda de abarrotes, una florería, una casa abandonada y un puesto de periódicos. Esto nos convertía en los únicos vivos que habitaban esa calle. Sin embargo, ni esto ni lo que pasó durante la madrugada serían lo más extraño o aterrador del día.
Para empezar, noté que a mi abuela la veían diferente. Cada persona que pasaba a nuestro lado, la saludaba con mucha efusividad y respeto, pero también era notorio cómo se dibujaba el miedo en sus rostros al verla y cómo trataban de evitarla en medida de lo posible. No tenía ningún sentido para mí porque era mi abuela: desde que llegué, había sido amable conmigo. Con mi papá no tanto, pero mi mente infantil entendía que él había hecho algo malo y que todos los adultos estaban enojados con él. Tal vez él había visto a mi abuela de la misma manera antes de irse a trabajar con el abuelo. Era algo que no podía nombrar, pero hoy en día sí: era la mezcla perfecta de rencor y temor. Eso era mi abuela.
Ya en el mercado, después de comprar la fruta, mi abuela se acercó a un puesto atendido por una señora que se veía de la misma edad que ella. Estando en ese lugar, le dio la bolsa con la fruta a mi mamá y empezó a colocar en otra bolsa yerbas, frescas y secas, algunas bolsitas con polvo y frascos con líquidos de distintas texturas y colores y, por último, una caja con muchas velas. Si bien era una niña pequeña, algo en mí me decía que esas no eran cosas para preparar jugos o alguna comida. Empecé a observar el puesto: velas, semillas, amuletos, figuras de cerámica extrañas, botellas... De esas cosas que, entre más te detienes a mirarlo, peor se pone:
—Listo, doña Hermila, al rato la ve... ¿Quién la acompaña el día de hoy?
—Hoy y un buen rato, Auxilio. Son mis nietos y mi nuera. Ahora van a vivir en el pueblo, así que las estarás viendo seguido. Cuando te los mande por algo, se los das y punto ¿De acuerdo?
—Claro que sí, doña Hermila, lo que usted me pida—la mujer dudó un poco, pero siguió hablando— ¿Es todo lo que necesita?
Mi mamá, mi hermano y yo nos quedamos quietos por un lado, esperando a que mi abuela quisiera irse. Ninguno de nosotros sabía qué contestar o si podíamos intervenir en la plática porque, después de las reglas que nos impuso la abuela para poder dormir en su casa, lo único que nos quedaba era tantear el terreno y no cometer alguna imprudencia pues, al final, éramos invitados y podían echarnos de un momento a otro. Bueno, al menos eso me habían dicho mis padres.
—Oiga, perdón que me meta ¿ya vio que la niña lo tiene?
—Si, desde ayer que la vi. Ya era nochecito, pero ahí se le ve clarito en los ojos. Es de mi herencia, de mi sangre.
—Qué suerte que su legado sigue, con lo buena que es usted en su trabajo.
—Ya no digas más, Auxilio, haz silencio.
—De acuerdo, doña Hermila. La veo al rato.
Cuando terminó de hablar, mi mamá quiso ayudarla con esa nueva bolsa, pero mi abuela gritó, diciendo que no tenía que meterse en sus cosas, que ella podía llevarla sin ningún problema. Después de eso, todo siguió como si nunca hubiera sucedido. Durante el camino de regreso, la abuela nos contó un par de anécdotas del lugar y se comportó de lo más normal, muy tranquila, aunque la gente seguía con ese trato distinto hacia ella, ese querer verla, pero no mirarla.
Al llegar a la casa, nos mandó directo a la cocina para vaciar la bolsa de la fruta. Ella, por su parte, se siguió de largo hasta topar con una puertita, la cual tocó tres veces para que se abriera y se metió a ese lugar. Pero no tenía ningún sentido que tocara la puerta porque, al final, era una puerta al interior de la casa, su casa. Quise alcanzarla, pero mi mamá me detuvo. Nos fuimos a lavar la fruta, que olía riquísimo: guayaba, naranja, mango... Y, de la nada, un olor a podredumbre invadió el aire del lugar. No era algo que me estuviera inventado, ya que voltee a ver las caras de mi mamá y mi hermano y los dos tenían el mismo gesto de asco, de repulsión total, de estar a punto de devolver lo poco que habían comido.
—Tranquilos, en un ratito se pasa—mi abuela salió de algún lugar y, al notar nuestra molestia, quiso calmarnos, pero fue al contrario, ya que mi mamá se puso alerta.
—No, señora, disculpe si mis hijos y yo la hemos ofendido. Nos estamos acostumbrando a todo, no quisimos ofenderla.
—¿Ofenderme?—la risa que emitió mi abuela era macabra— No, hija, no me ofende para nada. Conozco bien mi casa, sé a quiénes tengo de vecinos. Yo como sea ya estoy medio acostumbrada a esto, no te preocupes.
—Ay, señora, le pido una disculpa. Este cambio ha sido muy fuerte y...
—Mira, eso no me importa. Lo que sí les voy a exigir es—su tono de voz, cálido y carismático, se transformó en algo sombrío—, que jamás me pregunten en qué trabajo; tampoco quiero que entren al cuarto donde me vieron entrar a mí; si llega alguna visita, pueden recibirlo, pero hablen lo menos que puedan con esas personas, yo me encargo de ellos; si escuchan que los llaman, no volteen, más bien esperen a que la otra persona viva se acerque y ustedes hagan lo mismo: avisen que están cerca y necesitan de alguien: y la más importante: no tengan miedo, porque eso hará que ellos vengan ¿Entendieron?
Y asentimos con la cabeza, aunque yo, de manera personal, tengo que decir que no entendí nada, al menos no así de golpe. Lo fui asimilando conforme fueron pasando las cosas.
Antes de continuar, quiero que quede bien claro que, en ese momento, sólo estábamos en casa mi abuela, mi mamá, mi hermano y yo. Como ya mencioné, mi papá y mi abuelo salieron a trabajar desde temprano y, también ya lo dije, sólo éramos vecinos de los muertos. Además, era una temporada en la cual casi nadie visita los cementerios: era un desierto de cruces y lápidas.
#166 en Paranormal
#574 en Thriller
#263 en Misterio
fantasmas, fantasmas demonios y hechiceros, brujería mexicana
Editado: 12.03.2025