Lo que más recuerdo de mi abuela fue el día que supe que mi abuela no era tan temible como todos creían, que era, más bien, el miedo a lo desconocido y el deseo de esas personas de hacer daño, de destruir aquello que consideran que les pertenece por derecho, destino o incluso por obligación.
Penélope llegó un día a consulta con mi abuela. Para este tiempo, yo tenía 10 años, ya había pasado un buen tiempo desde mi llegada a ese pueblo y habíamos echado raíces en ese lugar. Mi hermano y yo le ayudábamos a mi abuela a recibir a sus pacientes y mi mamá ahora era ayudante en los rituales que se hacían al cruzar la puerta. Cuando vi a Penélope, la vi tan normal, tan tranquila: 28 años, tez morena clara, pelo negro, ojos marrones, delgada, labios pequeños... Era muy bonita y no se veía enferma, sólo bastante enojada y triste, por lo cual no me cuadraba del todo con el tipo de personas que visitaban a mi abuela. Pero, si algo aprendí en esos años, es que jamás debes juzgar a un consultante por su apariencia. Lo que sí puedo decir es que ella llevaba prisa, le urgía hablar con "la bruja esa". Cuando mi abuela salió a su encuentro, Penélope comenzó a gritarle:
—¿Qué le hiciste a mi marido, desgraciada? ¿Por qué se fue con ella? ¿Por qué se murió mi hijito?
—Tranquila, mi'ja, ¿de quién carajo me estás hablando?
—De Efrén Padilla, mi marido, y de Frencito, mi bebé. Él se fue con esa maldita piruja y mi hijo... Ay, mi hijo, se acaba de morir en la clínica ¿Qué les hiciste? ¿Le hiciste un amarre o alguna brujería de esas?
—Oh pues, ¿estás casada con un puerco para amarrarlo? Te vas a calmar, respira. Nati—me hizo un gesto con la cabeza para que me acercara—, tráele una silla. Esta mujer tiene mucho que explicar, porque a mí nadie viene y me acusa con tanta tranquilidad de algo tan atroz como matar a un niño.
—Si no fuiste tú, ¿quién lo hizo?
—Ah, no te preocupes, que traigo aquí mis cartas, ellas nos van a decir—se sentó en el piso, frente a la silla donde estaba Penélope, y comenzó a barajear su tarot—. Fecha de nacimiento, tuya y de tu marido—Penélope contestó en voz baja, tanto que no pude oír nada, pero mi abuela escuchó con toda claridad—. Elige un montoncito de cartas. A ver, vamos a ver... Mira, aquí me dicen mis cartas que sí, le hicieron un trabajo de brujería a tu marido, un amarre bien fuerte. Y a tu hijo, pues lo quitaron del camino, no te diré más. Pero no fui yo: fue una bruja que vive en el pueblo vecino. Lo hizo bien la cabrona, si sabe lo que está haciendo.
—¿Y qué puedo hacer? ¿Cómo lo recupero?
—¿Te importa más recuperar a un hombre que vengar a tu hijo? Una madre me preguntaría primero quién se atrevió a tocar a su hijo, me pediría que lanzara la furia del Cielo y el Infierno en contra de esa persona, me ofrecería todo sólo por ver un poco de justicia, por hacer que esa persona sintiera un poco de su dolor ¿Y a ti te importa un hombre?
—Él ya está muerto. Quiero a mi marido.
—De veras que hay mujeres con mala entraña. Vete de aquí y regresa en tres días. Si vienes antes, si vuelves a acusarme de alguna desgracia en tu vida, te prometo que acabaré con tu alma.
Y no le quedó de otra más que dar la vuelta e irse, envuelta en llanto. Mi abuela se levantó del piso, recogió sus cartas y se soltó a llorar. Primero pensé que le había afectado que la acusaran de algo tan grave, porque, ya a mi edad, entendía bien que no era una acusación menor, que era algo grave. Mi mamá siguió en lo suyo, preparando comida, alistando algunas cosas que se llevarían a la "oficina", cosas con las que trabajarían. Mi hermano estaba haciendo su tarea y yo me quedé viendo a mi abuela, lo pequeña y vulnerable que se veía en esa situación. Me armé de valor y me acerqué a ella:
—¿Abu? ¿Te duele algo?
—Si, chiquita, el corazón. Meterse con los niños es algo grave, muy grave, pero también muy poderoso en este mundo—suspiró profundo—. Esa maldita que hizo esto ya lleva una maldición por 7 vidas, sin importar si se protegió o no, pero ni todo el dinero del mundo lo vale.
—¿Y tú puedes ayudar a esa familia?
—No del todo, pero sí le puedo dar a esa desgraciada al pedazo de carne que quiere.
Y se puso a trabajar en silencio, saliendo y entrando del jardín, a veces con las manos llenas, a veces con las manos vacías. De ratos, murmuraba cosas de la luna, de las estrellas y le pedía ayuda a Dios, al santo tal, al arcángel cual... Tomaba unas velas, las untaba, las dejaba en el suelo, luego en sus manos... E hizo cosas parecidas los siguientes días. No estoy segura de que todo eso haya sido para el caso específico de Penélope, pero sí sé que ocupaba un espacio importante en sus pensamientos y que algo, tal vez la elección de esa mujer, de restarle importancia a lo que le había pasado a su hijo, la tenía bastante afectada.
Al tercer día, Penélope apareció en la puerta. Tenía la cara llena de manchas, algunas blancas, otras marrones, como lunares, y otras (la mayoría) negras como la noche. Al verla, entendí lo que eran los ojos chupados. Sus manos y su cara se veían huesudos, y el pelo se veía gris, quebradizo y sin vida. Mi mamá la ayudó a pasar, pues notó que cojeaba y se le dificultaba mucho caminar.
—Han sido los tres días más largos de mi vida. Hay algo que no me deja dormir y siento que la muerte me llama...
—Sí, porque también te tienen trabajada a ti, para que no estorbes. Pero eso lo resolvemos hoy—encendió una de las velas que la vi trabajar días atrás—. Ya veo... El amarre de tu marido está abajito de su lado de la cama, escondido en la pata de la cama. Ese no es un santo: él accedió a acostarse con la mujer, ya llevaban unos meses siendo amantes. Le robó una camisa y unos calzones y de ahí se hizo el amarre ¿Aún así lo quieres?—Penélope asintió con la cabeza—. Qué bruta, pero bueno, es tu decisión. Vas a ir a tu casa y vas a buscar ese amarre. Cuando lo veas, lo agarras y me lo traes: no te atrevas a abrirlo.
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Editado: 12.03.2025