Historias de Cementerio

Ciegos (Los vecinos de los muertos - Parte IV)

"Si deseas llegar a viejo, no confíes en nadie más que en ti". Mi tatarabuela pasó este consejo de generación en generación. Cada vez que lo decía, soltaba un breve sermón de que ninguna persona era digna de una confianza total: padres, hermanos, pareja, hijos, tíos, primos, amigos... Pues nadie estaría contigo de manera incondicional, siempre habría algo capaz de vulnerar o romper el vínculo y no podrías saber de qué manera reaccionaría la otra persona.

Ahora que lo veo en retrospectiva, es el mejor consejo que te pueden dar y, si lo sigues al pie de la letra, no te llevarás tantas decepciones y, cuando esto ocurra, no serán tan dolorosas. Sin embargo, se me hacía tonto seguir las recomendaciones de mi familia: quería trazar mi propio destino, crear mis propias reglas, aún si esto implicaba un desafío total a las tradiciones y a todo lo establecido por mis padres, abuelos y todas las personas anteriores a ellos.

Conocí a Jessica en un momento extraño de mi vida, uno confuso, doloroso y vacío, donde me sentía sola y, desde la necesidad de sentirme comprendida y amada, iba de un lado a otro, pretendía ser igual a las personas que conocía para encajar, para ser parte de algo. Jessica era perfecta: casada, con hijos, una casa preciosa, una familia que la amaba y amigos que buscaban su consejo, que pedían su opinión y su ayuda, pues te decía justo lo que necesitabas escuchar. Ahora que lo veo en retrospectiva, tanta perfección me resulta abrumante.

Al mismo tiempo que a ella, también conocí a Fernanda y a Pablo, siendo ellos sus amigos más cercanos, los cuales eran, contrario a ella, imperfectos: Fernanda era de esas personas que, ante un desacuerdo, reclama, que buscan su propia paz y calma antes que la paz y calma de los otros. Pablo era orgulloso: pedir ayuda no estaba en la lista de cosas que él haría: si necesitaba armar un mueble, cambiar una llanta o hacer algo que nunca hubiera hecho antes, conseguía un buen vídeo en internet y aprendía a hacerlo sólo. Y yo era de esas personas que no saben decir "no" y que siempre está dispuesta a darlo todo por sus seres queridos, aunque eso implicara que me quedara en un segundo o tercer lugar. Así que, como lo digo, ellos y yo éramos imperfectos, por completo y sin tratar de ocultarlo, pero humanos. Jessica tenía algo más.

Mientras nos conocíamos, era común que nos reunieramos en una cafetería, en algún lugar para comer y platicar de todo y de nada al mismo tiempo. Me sentía muy cómoda con ellos, hasta que las cosas empezaron a no ser tan tranquilas. El cambio fue gradual que casi no pude notarlo, pero, para empezar, las reuniones dejaron de ser en lugares céntricos y externos y se trasladaron a lugares cercanos a la casa de Jessica. Después empezaron los favores: "ven a ayudarme a sacar unas cajas de juguetes que llevaré a un orfanato", "acompáñame a comprar mi despensa", "vamos por Fernanda para ir a tal lugar", "hoy tengo que recoger a Pablo en la terminal de autobuses"... Eran favores que te hacían sentir parte de su vida. Hasta aquí, cualquiera podría pensar que era una amistad floreciendo. Mentira.

Los favores escalaron. Ella necesitaba dinero para una emergencia, el cual "pagaba", pero siempre de una manera extraña y confusa: también me pedía que le llamara a alguien para cancelar alguna cita porque "no quería hacerlo sentir mal", que fuera a algún lugar en su representación. También me pedía ir a su casa para hablar de Fernanda o de Pablo. Se convirtió en un vínculo tan desgastante que dejé de contestar llamadas y comencé a inventar excusas para no ir con ella.

Un día, recibí un mensaje de Fernanda, diciendo que quería hablar conmigo, pero que nadie se tenía que enterar de que iría con ella. Al llegar al punto de reunión, vi que también estaba Pablo y me preguntaron por ciertos días, ciertas cosas que había hecho con Jessica, otras que había dicho y las cosas empezaron a tener sentido, a encajar en el retorcido rompecabezas que nos hizo jugar sin siquiera darnos cuenta. Los tres lloramos ante la traición y el engaño. Nos reímos un poco ante nuestra ingenuidad, a lo ciegos que fuimos al depositar nuestra confianza en ella, pues todos dijimos algunas cosas que no le contaríamos a nadie más. Esto último nos apenaba un poco y fue justo por eso que decidimos no decir nada, sólo alejarnos. Al final, nos sentíamos culpables por caer en ese juego, sobre todo porque ya éramos adultos. Mantuvimos el contacto y pasaron tres semanas en las que sólo hablamos nosotros, hasta que recibimos un mensaje de Jessica:

"Los espero a comer en mi casa. No traigan nada, sólo vengan: tenemos que hablar".

En privado, tuvimos un pequeño debate, asistir o declinar la invitación. Yo me negué, pero, según sabía, le debía algo de dinero a Fernanda y Pablo tenía que recoger unas cosas que le prestó para reparar una puerta. La decisión final fue que iríamos sólo un momento, a que ellos tomaran lo que les pertenecía y después irnos para no volver nunca más. Grave error.

Al llegar, nos esperaba una mesita con bocadillos, bebidas y un pequeño regalito. Jessica tenía una amplia sonrisa dibujada en su rostro y nos recibió con besos y abrazos:

—Amigos míos, los esperaba con tanto cariño. Sé que he estado ausente estos días, pero no me van a creer lo que me pasó. Verán, me fui con aquel a visitar a unos familiares que...

—¡Basta, Jessica!—exclamó Fernanda—. Ya sabemos lo que haces, lo que dices y lo que nos haces hacer y decir a los demás. Se acabó el juego.

—Oh, sí, lo supuse—la sonrisa nunca se fue de sus labios—. Como sea. Preparé esta comida para ustedes y les tengo este regalito. Tómenlo como una despedida y una disculpa de mi parte, por favor—un par de lágrimas cayeron por sus mejillas y se le quebró la voz—. Voy por tu dinero, Fer, y por tus cosas, amigo. Sólo denme un minuto.

Algo en nosotros, podría decir que fue empatía, nos hizo esperar con calma y sentarnos a la mesa. Primero nos vimos entre nosotros y nos negamos a tomar cualquier cosa que estuviera sobre la mesa. Todo estaba en absoluto silencio. Sin embargo, cuando regresó Jessica y nos vio sentados sin hacer otra cosa más que esperar, se soltó a llorar. Nos contó su historia de vida, la terrible infancia de carencias, violencia y abusos que sufrió, el cómo eso le complicaba tener amistades y relaciones que duraran a largo plazo; que ella sabía que hacía daño, pero que no podía evitarlo, que ya cuando lo notaba, era imposible detenerlo y tenía que seguir y seguir la mentira para sostenerla, aunque esto la hiciera crecer.




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