La imagen de Corina se disolvió, convirtiéndose en humo de cigarro, pero no cualquier cigarro: uno que fumaba la Santa Muerte, sentada en un trono negro enorme. Ella misma era inmensa, me veía como cualquiera ve una hormiga. Vestía un manto negro y, en lugar de una guadaña, sostenía en su huesuda mano una rosa roja, bastante grande. Me la ofreció como un regalo y yo dudé porque la vi gigante, algo que no podía tomar entre mis manos, pero, conforme se acercaba a mi, se hacía pequeña, lo suficiente para que pudiera sostenerla y disfrutar su aroma. Cuando esa flor estuvo entre mis manos, ella se levantó de su trono y también cambió su forma hasta quedar a una altura cercana a la mía, siendo aún más alta que yo.
—Ven, camina conmigo.
Su voz, aunque provenía de un cráneo y debería sonar cavernosa por el eco, era dulce, muy amable y maternal. Tal vez lo hacía para no asustarme o porque, en realidad, su esencia era así, aunque se viera aterradora. El camino por el que andamos era oscuro, una penumbra total. Era todo en lo que podía concentrarme, en la negrura inmensa que me rodeaba, algo tan fascinante como abrumador, quizá indescriptible y, eso sí, lleno de horrores que aguardaban por mí.
—Deja de temer a la oscuridad: también hay belleza en ella. No me temas, porque soy lo único seguro en este mundo, lo único que puedes ver y tocar todos los días, a veces más cerca, a veces más lejos, a veces con gusto y a veces con dolor.
Metió su mano a un bolsillo oculto en su manto y sacó un carboncillo ardiente, el cual colocó frente a sus dientes para después soplarle fuerte. Con ese aire gélido, el carbón pareció disolverse en polvillo al rojo vivo, el cual terminó por encender velas y antorchas para iluminar el camino. A la luz del fuego, noté cómo su manto brillaba, parecía tener diamantina, algo muy brilloso y bonito. También, al estar relajada, sentí el agradable aroma a rosas y manzanas que dejaba al ir caminando, sin importar que fumaba ese cigarro que parecía infinito, ya que nunca lo vi consumirse por completo.
—¿Cómo te sientes? ¿Más tranquila?
—Sí, gracias. Mmm... ¿Estoy muerta? Me refiero a ¿me morí mientras dormía?—soltó una carcajada y terminó por contagiarme. Me reía con la Muerte.
—No, nada de eso. Ven—abrió la puerta de una especie de cabaña que apareció de la nada, tal vez resultado de alguna invocación o de mi propia imaginación—. Mi tiempo al convivir con los humanos es limitado y no quiero que me veas en mi verdadera forma o tendría que llevarte conmigo. Quédate aquí. Vendré por ti mañana para que podamos seguir hablando.
Y cerró la puerta detrás de ella, sin decir una palabra más. Al principio todo estaba oscuro, pero se encendieron unas lámparas que me mostraron una cabaña amueblada, con todo dispuesto para mi estancia: desde un lugar para dormir hasta una mesa repleta con fruta y una jarra con agua cristalina. Un cansancio profundo me invadió y apenas si alcancé a llegar a la cama que había en ese lugar, vestida con un hermoso edredón rojo. Era muy suave, una suavidad que nada en el mundo puede igualar. Y, justo cuando me quedé dormida en ese lugar, desperté en mi habitación.
Eran las 04:44 am y un profundo olor a rosas invadía mi nariz y se enredaba en mis pulmones, jugaba con mis dedos y se quedaba atorado en mi garganta. Es de las sensaciones más hermosas que recuerdo y que nunca quiero olvidar porque fue un momento mágico, casi místico, algo difícil de describir con palabras, pero sencillo de entender con el corazón abierto. Por lo mismo, sentí que no fue más que un sueño.
Intenté volver a dormir, pero no pude hacerlo: sólo daba vueltas en la cama sin conciliar el sueño. El día se me hizo muy largo, el reloj avanzó tan lento que cada segundo se sentía eterno. Lo único que quería hacer era dormir para comprobar si todo había sido sólo un sueño, uno extraño, o de verdad había pasado algo más.
A la noche siguiente, la volví a soñar.
Desperté en esa cama roja, dentro de la cabaña donde me dejó. El lugar estaba iluminado por unas cuantas velas y el ambiente se sentía ligero, de hogar, nada aterrador como el día anterior. Me levanté, así como si estuviera en mi casa, y comencé a arreglar la cama, cuando escuché que alguien tocó a la puerta. Era ella, la Santa, pero ahora vestía un manto de color rosa. La observé con extrañeza y ella lo notó, pero no me devolvió la mirada de desaprobación: me extendió su huesuda mano, invitándome a salir. La tomé y la puerta se cerró detrás de mí. Avanzamos y el camino se iluminaba a cada paso, mostrando los rosales que crecían ahí, además de pequeños arbustos y algunos animales que se acercaban, curiosos, a nuestro encuentro:
—La muerte no es sólo oscuridad. También hay amor y bondad en ella. Esto quiero que te lo aprendas bien, que nunca lo olvides: a veces, la muerte es un acto piadoso, una prueba del amor que se les tiene a todos los seres vivientes. Entiéndelo, reconcíliate con tu muerte, porque es lo único que tienes seguro en esta vida.
—Pero, ¿por qué todo lo relacionado con la muerte siempre es triste y doloroso?
—Porque duele saber que no volverás a ver a alguien o a estar en un lugar. Tú sabes de eso mejor que yo. Pero esto ya fue demasiada plática: vamos a lo que me pediste.
—¿Yo te pedí algo?
Y, ante mi vista, se reveló la imagen de Corina, llorando frente a una estatuilla de la Santa Muerte, porque no le concedía el milagro, no volteaba a verla, era invisible ante sus ojos y ella deseaba estar con él. En eso, se acercó otra mujer, más o menos de su edad, quien se sentó a su lado y empezó a consolarla, a preguntarle cuál era su situación y qué era lo que quería que la Santa le concediera con tanta desesperación. Nos acercamos más para alcanzar a escuchar esa conversación:
—Lo vi desde hace años. Él estuvo trabajando como ayudante de los músicos que tocaron en la boda con mi ex. Desde que lo vi, me gustó tanto, pero es menor que yo y aparte tiene pareja desde hace muchos años ¿Qué tanta oportunidad tengo yo? Por eso la Niña no me hace caso y no puedo ser feliz.
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Editado: 12.03.2025