Historias de Cementerio

Ipse Venena Bibas - Parte I

Federico fue mi pareja por poco más de 10 años. Siempre fue un tipo extraño: se alegraba cuando las personas manifestaban rechazo ante su presencia y tenía libros extraños que me decía que eran demasiado para mí todas las veces que intenté darles un vistazo. Sí, libros como el Grimorio de San Cipriano o la Clavícula de Salomón. También recuerdo que tenía un cráneo en su buró. Me parecía una decoración curiosa y jamás me atreví a preguntar dónde lo había conseguido porque sabía que la respuesta sería "No te metas en mis cosas". Yo también me pregunto cómo es que estuve tantos años en ese vínculo, pero esa no fue la razón por la que terminamos después de tanto tiempo, por increíble que parezca.

Terminamos porque lo descubrí conversando con otras mujeres, más jóvenes y atractivas. Quiso inventar una historia bastante disparatada, pero no creí una sola palabra. Tomé mis cosas y me fui de regreso a casa de mis padres. Ese día yo perdí una relación por la que había apostado todo, pero él perdió más: la única persona que comprendía sus gustos, que respetó hasta el último minuto sus creencias y, sobre todo, que le ofrecía un soporte emocional ante la inmensa soledad que involucraba su estilo de vida. Lo peor es que él lo sabía, pero, por simple orgullo, no haría nada para remediarlo. Al menos eso quería creer.

Pasaron los meses y me recuperé bastante bien de ese golpe emocional. Amplié mi círculo de amistades, cambié de trabajo... Le di un giro completo a mi vida y me sentía lista para seguir disfrutándola, aún después de la traición y el engaño. Cada instante tenía un mejor sabor: ya no estaba el sabor del veneno que me producían tantas palabras que se quedaron atoradas en mi garganta, tantas cosas que pude haber dicho, que no dije y no diré jamás. También estaba en proceso de perdonarme por haber permitido tantas cosas y todo iba bien, hasta esa noche.

En casa de mis padres vivía también mi hermano menor, que tenía 15 años en ese entonces. Como llegué de imprevisto, no había una habitación como tal, apenas estaba en construcción y dividimos el cuarto de mi hermano con una cortina, a manera de darnos algo de privacidad. Era 29 de julio, no lo olvidaré. Cerca de la 1 am, él empezó a hablar en sueños:

—No, deja a mi hermana ¡Aléjate de Vero!—lo escuché sollozar—. No, deja a Vero, déjala.

—¿Guille? ¿Memito? ¿Estás bien?

—Quítate, suéltala ¡Déjala ir!

Me levanté de la cama y moví la cortina para llegar a la parte de la habitación de mi hermano. Lo vi manoteando, bañado en sudor, con un rostro que reflejaba dolor, angustia y miedo, muchísimo miedo. Su cuerpo se sentía muy caliente y noté que estaba hirviendo en fiebre. No dejé de moverlo ni un momento, llamándolo a despertar, hasta que pudo abrir los ojos y, al verme, me abrazó con mucha fuerza y se soltó a llorar, mientras repetía "estás bien, hermanita, aquí estás, Vero, estás bien". Lo dejé que liberara lo que sentía, sin preguntar nada y, cuando quise irme, me pidió que mejor acercáramos las camas, para no sentirse solo esa noche. Me pareció una petición extraña, pero accedí y, entre los dos movimos los muebles de la habitación, tratando de hacer el menor ruido posible para no despertar a nuestros padres.

Apenas nos estábamos quedando dormidos cuando, desde la habitación de mis padres, escuchamos gritos desesperados de mamá.

—¡No! ¡Déjame! ¡Ayuda! ¡Hay fuego!

Entramos corriendo y mi papá dormía profundamente, ignorando lo que sucedía justo a un lado de él. Mi hermano intentó despertarlo mientras yo me ocupaba de mamá, pero era imposible. Mi mamá estaba justo como Memo hace un rato, cuando tenía esa pesadilla y mi papá... Parecía una roca, no reaccionaba aunque mi hermano casi saltaba sobre su estómago.

—¡No! ¡El fuego! ¡Déjame! ¡Déjame! ¡No llegarás!

Y, al igual que Memo, despertó de manera súbita. A los pocos segundos, mi papá también despertó. Ambos comenzaron a llorar y nos abrazaron con mucha fuerza. Fue extraño, ya que no estamos tan acostumbrados a los abrazos largos, en especial cuando alguien llora. Cuando por fin lograron controlar su llanto, mi mamá se separó de mí y, con la mirada perdida y la voz quebrada del miedo, dijo:

—Soñé con el Diablo.

—¿Tú también, má?—Memo habló con voz suavecita, susurrando—. Es que eso estaba soñando cuando me despertaste, Vero. Y el Diablo te quería...

—A ti, Vero—el semblante de mi mamá era de angustia total.

—Yo no podía despertar porque una mano gigante me aplastaba contra el colchón—mi papá se llevó su mano al pecho con una mueca de incomodidad—, como si quisiera fusionarme con él o que yo atravesara el piso.

—¿Tú no soñaste nada, hija?

—No, nada, apenas si pude dormir.

Nos pidieron que nos quedáramos con ellos esa noche, como si fuéramos niños pequeños. El miedo era evidente. Mi mamá describía horrores, una cueva oscura, gritos aterradores, sombras que se retorcían de dolor, figuras semihumanas que se movían de un lugar a otro, flotando o incluso reptando. Nadie pudo volver a dormir porque todos percibimos un asqueroso olor a podrido proveniente de todas partes.

Y eso fue sólo el inicio. Lo supe desde que mi mamá y mi hermano dijeron que ese Diablo con el que habían soñado me quería a mí.

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