Historias de Cementerio

Ipse Venena Bibas - Parte II

El amanecer tardó en llegar y fue un día difícil en términos generales. Mi mamá tenía la mirada perdida, mi papá se fue a trabajar sin decir palabra alguna respecto a lo que pasó por la noche y mi hermano pidió que avisara en la escuela que estaba enfermo, que no quería ir, que lo dejara descansar. Yo también me fui a trabajar, pero no pude concentrarme ni un momento: todo el tiempo estuve pensando en Federico. Más de una vez me descubrí con el deseo de llamarle, de enviar un mensaje o salir a buscarlo, pero me contuve y llamé a una amiga, quien me escuchó con toda la calma y paciencia del mundo. Eso hizo que pasar el día fuera más sencillo, menos solitario.

Al regresar a la casa, mi mamá me abrazó con fuerza. Tenía miedo que no fuera a regresar por el sueño tan extraño que tuvieron mi hermano y ella. Cuando les pregunté qué habían soñado, qué cosas habían visto, me dijeron que no querían hablarlo aún, pero que acordaron que, al día siguiente, irían a consultar con una conocida que se dedicaba a leer cartas y hacer limpias. Ese mundo no era desconocido para mí, pues era bastante común ver, escuchar o leer cosas de ese tipo estando con Federico, pero ¿en mi casa? Me enojé, porque esas no eran creencias habituales de mi familia... Y más porque lo habían hecho en un día donde lo extrañé tanto. Les dije que prefería no cenar, que me habían arruinado el apetito, y me fui a mi habitación. No tenía sueño, pero tampoco quería ver a nadie, así que, sin siquiera ponerme una pijama, me acosté y no supe en qué momento me quedé dormida.

Desperté de golpe, muy asustada. Me quedé viendo hacia el techo unos minutos y reflexioné acerca de mi comportamiento con mi familia. La sensación que tuve fue terrible: era culpa, porque sabía que era una sobrerreacción, tal vez por la falta de sueño o por la extraña mezcla de sentimientos que tuve a lo largo del día. Además, tenía mucha hambre. De un salto me levanté de la cama, dispuesta a ir a la cocina. Seguro ya era muy noche y sería impertinente ir a molestarlos para disculparme, sobre todo después de un día tan extraño, uno de esos que deben ser olvidados. Ya tendría oportunidad por la mañana.

Iluminé el camino con la luz de mi celular. Empecé a notar algo extraño al salir al pasillo para bajar las escaleras. Todo se veía sombrío y sí, sé que era de noche, pero era, más bien, una neblina que cubría el piso, que hacía del ambiente denso. Bajé las escaleras y, al estar en los últimos escalones, sentí que algo pasaba justo a un lado de mí, algo que se arrastraba. Si bien me asusté, mantuve la calma, culpando al cansancio de esas alucinaciones. Sin embargo, esa cosa seguía avanzando, parecía tener el mismo rumbo que yo. Cuando estuve en la puerta para entrar a la cocina, noté que había una figura, justo a un lado de la nevera, un hombre, pero no era ni mi papá ni mi hermano, y tampoco podría garantizar que fuera humano, porque tenía lo que parecían ser dos cuernos de gran tamaño. Estiré mi brazo izquierdo lo más rápido que pude para encender la luz:

—Toma asiento, Verónica—me acerqué y me senté en una de las sillas del pequeño comedor. Desde ahí, noté que tenía dientes enormes y que, en efecto, sí tenía cuernos—. Necesitamos hablar.

—Perdone, ¿quién es usted? ¿Lo conozco?

—Ya me conocerás. Soy el Presidente Botis. Ahora estás en mis dominios, bajo mi control, pero no quiero hacerte daño, no, para nada. Al contrario, estoy aquí para darte la verdad, lo que necesitas saber para que estés tranquila, para que quien me envió también tenga calma. Así que pide lo que quieras mientras estés en mi palacio.

Y salió de la cocina. Yo me levanté de la silla, justo detrás de él, dispuesta a volver a mi habitación. Pero, al llegar de nuevo a la puerta, lo que encontré no era la sala de mi casa: era un gran salón, pintado de oro y carmesí. La iluminación del lugar consistía en antorchas y velas, lo que devolvía a mis ojos imágenes en diversos matices de rojo, naranja y amarillo.

Lo que vi en allí, desde la decoración hasta la distribución, me recordó a las imágenes de salones y castillos medievales. Las paredes de piedra, tan altas e imponentes, tenían manchas oscuras en algunas partes. Siempre que recuerdo esto, me repito que eran manchas de humedad o era hollín, que algo habían quemado en ese lugar, porque pensar en otra posible respuesta me da escalofríos. Grandes gárgolas en poses agónicas y dolorosas adornaban las esquinas y el pasillo que conducía a la puerta principal. Al fondo, en uno de los grandes sillones que adornaban ese espacio, estaba un ser encapuchado, poseedor de una oscuridad inmensa. Verlo me llenó de terror, sabía que estába en peligro.

—Gran General Agaliaroth, mi Señor: encontré a la mujer que nos fue prometida—dijo Botis con un tono ceremonial, como aquel que habla con un superior a quien debe todo el respeto.

—Bien. Que le den todo lo que pida, que ya han pagado por ello.

Y, frente a mí, comenzaron a desfilar al menos un par de docenas de diablillos, sosteniendo pesadas piezas de oro, esculturas, joyas, riquezas que parecían ser baratijas para aquellos seres, que observaban con diversión mi rostro confundido y aterrado. Esas criaturas, que medían unos 40 centímetros, estiraban sus garras, que sostenían los objetos, para acercarlos a mí, que yo pudiera tocarlos para, supongo, quedarme con ellos. Y yo daba un paso atrás cada vez que esto sucedía porque un instinto en mí, una pequeña voz, me decía que no tenía que tocar nada porque eso sería mi perdición.

El desfile de esas criaturas continuó, con cosas más atractivas, brillantes, valiosas y deslumbrantes. Eso pude resistirlo, hasta que dejaron las posesiones y llegaron con pequeñas vistas del futuro entre sus manos, visiones de fama, riqueza, poder, de recuperar de la tumba a seres queridos, de salvar a mis padres de algún evento futuro, de ofrecerle sólo lo mejor a mi hermano, de volver a estar con Federico...

En definitiva no estaba despierta, pero tampoco soñando.




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