Historias de Cementerio

Ipse Venena Bibas - Parte IV

Entrar al mausoleo, aún en ruinas, fue más error que acierto. Cada cosa que simulaba ser una salida, me enredaba más, me hacía caer más profundo en ese engaño y yo no paraba de aceptar una y otra vez. Supongo que ese era el propósito y mi debilidad, tan humana, lo hacía muy sencillo. Pero, ¿por qué digo que fue error?

Si bien desde afuera parecía estar casi en ruinas, al interior era una casita rústica, con su piso de madera y acabados que, a mi parecer, eran finos e incluso fuera de este mundo, algo que nunca había visto en la vida real. Alrededor de una chimenea, estaban Federico y varios de sus amigos, contemplando el fuego y murmurando cosas que no alcanzaba a escuchar. Quise acercarme sin hacer ruido, pero la madera crujió al mover mis pies. Todos voltearon a verme y respiraron, aliviados y se acercaron rápidamente, sin vacilar, estirando sus manos para alcanzarme. Retrocedí un poco, pero la puerta, que antes había sido un simple arco destruído, se cerró y no tenía escapatoria, hasta que noté que había una pequeña oportunidad al deslizarme entre ellos, a la altura de sus rodillas.

Algunos cayeron sobre mi espalda, pero me dió igual: lo único que quería era alejarme de ellos. Pero, una vez que los pasé a ellos, noté que Federico no se había movido. Seguía frente a la chimenea, con el brazo derecho contra la estructura y sosteniendo su frente, en una postura reflexiva, incluso suplicante, a la espera de algo. Conocía bien esos gestos, en qué momentos tenía ese semblante, las veces que lo vi así, vulnerable, tan pequeño, incluso sudaba cuando algo le generaba angustia o miedo...

—¿Fed? ¿Estás bien?

—Ver, necesito que aceptes. Tienes que hacerlo.

—¿Aceptar qué?

—¡Lo que sea que quieras! —dejó la posición en la que estaba y caminó hacia mí para tomarme de los hombros— ¡Todo aquello que esté sólo en tu imaginación, incluso más allá! Dinero, poder, propiedades... Lo que sea que quieras, ya te lo mostraron. Acepta para que puedas ser mía para la eternidad.

Retrocedí, porque parecía que era lo único que sabía hacer, y sus otros amigos me rodearon por la espalda, mientras él me sostenía de los hombros con tanta fuerza que sentía cómo mis huesos comenzaban a ceder, que se quebrarían bajo sus manos. Su rostro se deformó, como si se quemara desde el interior: los ojos saltaron de sus cuencas, las orejas se transformaron en alas, el cabello cayó al suelo y su boca se transformó en un agujero negro lleno de dientes tan afilados que brillaban con intensidad ante la luz.

El aire se volvió pesado, imposible de respirar. Tal vez había algún químico, un veneno, que hiciera de esto un final más piadoso. Siempre pensé que morir mientras dormías era algo pacífico, digno de aquellos que vivieron en santidad o fueron piadosos durante la vida terrenal. Pero, si esto era esa muerte, era una puerta al infierno, la antesala de los horrores que aguardaban en el más allá.

Agaliaroth, Ose, Botis y el perro alado que, tiempo después, descubrí que se llamaba Caacrinolas se unieron a todos ellos, que me reducían poco a poco y primero caí de rodillas y luego me coloqué en posición fetal, esperando a que llegara el final de todo...

La voz de una mujer me hizo despertar:

—¡Vero! ¡Corre! ¡Tenemos que irnos!

Tomó mi mano y me jaló hacia ella. Los rostros deformes de los amigos de Federico y él mismo se hicieron pequeños y se convirtieron en una masa de carne asquerosa, maloliente. La luz de esa mujer logró atravesar las tinieblas que se encontraban a las afueras de ese lugar y el cementerio en ruinas se transformó en un camposanto ordenado, maravilloso, con árboles inmensos que cubrían con su sombra las tumbas. En la parte central había una especie de kiosko, dentro del cual un altar y un Cristo demostraban que era un espacio dedicado al descanso y la oración de los deudos.

—Verónica, tienes que estar tranquila, tienes que recordar todo lo que te han enseñado. Recuerda que también leíste de ese Santo, el que tiene la medalla para alejar al mal, por favor. Necesitas mantener tu mente fría, porque esto aún no termina.

—¿Por qué quieres ayudarme? ¿Te conozco?

—Yo soy tú, el espejo y la visión de algo que eres y que aún no puedes admitir. Por favor, recuerda todo eso. Es la única manera en la que puedes salir de aquí.

Recordar... Pero, ¿qué tenía que recordar? ¿Cómo lo hacía ante una situación como esta? Y, conforme la luz de esa mujer se apagaba, mientras desaparecía, el cementerio hermoso se transformaba en aquel lugar horrible que vi al principio, en ruinas, con el viento furioso, dispuesto a derrumbar todo a su paso. De alguna de las tumbas salió la masa de carne agónica, sanguinolenta y asquerosa, apilándose hasta conseguir una altura considerable y encabezados por Federico. Los otros demonios avanzaban como arrastrándose sobre ese terreno irregular. Del viento enfurecido surgieron miles de voces que, en enjambre, hicieron mención de la multitud de deseos, caprichos y aspiraciones, la mayoría sin ningún tipo de valor.

Al menos en ese lugar no lo tenían, porque el terreno bajo mis pies, donde reposaban cientos y miles de cuerpos, tal vez acumulados a lo largo de los siglos, me recordó que nada ni nadie podía cumplir, por ejemplo, el deseo de revivir a mi perro, aunque lo presentaran ante mis ojos como algo posible. Lo que ya está muerto, le pertenece a la Muerte. Lo que está vivo, le pertenece a la Vida. Y lo que está en donde habitan los humanos le pertenece al Engaño. Entonces yo también debía engañar si quería salir de ese lugar. Y recordé algo que leí en algún libro:

"Temed el día del juicio: tened miedo del infierno. Desead la vida eterna con profundo anhelo espiritual. Mantén la muerte diariamente ante vuestros ojos".

San Benito... Sí, la medalla, pero, ¿qué decía?

Vade Retro Satana

Numquam Suade Mihi Vana




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