Historias de Cementerio

Sal

Durante meses, busqué trabajo con desesperación. En mi último trabajo, donde era velador, estaba contento y nada raro pasó durante mis guardias, pero me tocó la mala suerte de que tuvieron que cerrar la empresa por algún mal manejo que hizo uno de los dueños. Me fui con una mano adelante y otra atrás, sólo con el pago de mi semana y la promesa de que "me llamarían" si retomaban operaciones. Una manera elegante de decir que eso jamás sucedería, que era momento de dejarlo ir. Además, la gente como yo que vive al día, no sobrevive con promesas de un mañana brillante.

Estuve haciendo de todo lo que podía: de chalán de una obra, llevando bolsas en el mercado, cargando bultos, lavando coches... Cualquier trabajo que me diera la oportunidad de darle de comer a mis hijos y a mi esposa, que también hacía todo lo que estaba en sus manos para que el poco dinero que entraba a la casa fuera suficiente para todos. No voy a negar que las cosas se veían bastante feas, muy oscuras, como una nube de mala suerte que nos cubría bien y bonito y no nos dejaba de llover sal, porque sí, estábamos bien salados: uno de los niños se enfermó del estómago y acabó en el hospital, donde le encontraron otra enfermedad para la que necesitaba un tratamiento muy largo; otro, el mayorcito, se fracturó el brazo mientras cargaba unas bolsas, en busca de unos cuantos pesos para pagar algún material escolar y a mi esposa la aquejaba un dolor intenso por estar todo el día lavando ajeno.

Así que, el día que me llamaron para decirme que tenía el trabajo en el cementerio, fui el hombre más feliz sobre la faz de la tierra. A decir verdad, era una especie de sueño porque ya llevaba meses sin trabajo fijo, tenía una familia que mantener y deudas que pagar. Pero, lo que más me interesaba era el mentado seguro social para que mi niño recibiera sus tratamientos y se pusiera sano pronto. Eso era lo que más me motivaba, lo que hizo que no prestara tanta atención cuando me decían que mucha gente rechazaba ese tipo de trabajos porque les daba miedo la muerte. Ja, a mí lo que me aterraba era la vida y más la vida miserable que tenía en ese momento, en la cual sabía que el dinero lo compraba todo, incluso la tranquilidad de poder dormir por las noches. Porque sí, el dinero sí te da la felicidad. Y justo por eso también accedí a ser velador de ese cementerio durante 4 noches a la semana, aunque eso implicara casi no ver a mi familia.

Los primeros días de mi trabajo transcurrieron sin ninguna novedad, incluso los días que me quedaba a velar. Lo que tenía que hacer era muy simple: limpiar las flores secas y viejas, vigilar que no entraran borrachitos o algún delincuente que quisiera destruir algo, cuidar que no construyeran en ningún lote sin el permiso correspondiente y apoyar durante los entierros. Sí, me tocaba bajar los ataudes, acomodarlos en los espacios (llamados gavetas acá donde vivo), sellar las gavetas... Todo ese proceso que, cuando eres empático, te cuesta mantener la sangre fría, porque no falta el familiar del difunto que se avienta, que te empuja, que te grita que no cierres. Eso me pasó el día que lo que voy a contar ocurrió.

Que se te muera un familiar o amigo y vayas al panteón para el entierro siempre es difícil y doloroso, pues se trata del último adiós a su cuerpo, a la imagen que conociste, pero las cosas empeoran cuando se trata de niños. Los cementerios, para empezar, no están diseñados para niños. Las pequeñas cajitas de difunto se ven... Es difícil de explicar, pero el espacio donde se colocan no es el adecuado, les queda muy grande y todo ese espacio se llena con el dolor de la familia y eso, dejenme decirles, es mucho dolor. Pude conectar bien con lo que sentía la mamá de esa criatura porque mi niño ya llevaba dos semanas sin poder salir del hospital y yo pensé que me sentiría igual si algo le pasaba a mi flaquito. Pero al menos ellos tenían dinero para poder enterrar a su hijo. Si a mí me pasaba ¿dónde lo haría? Es tan injusto que, hasta para morirte, necesites dinero. De eso se trata el mundo, de puro dinero.

Me tuve que tragar todas esas emociones para poder cerrar esa gaveta y retirarme, dándole su espacio a esos padres que estaban sufriendo tanto, que no se querían despegar de ese lugar. Lo peor es que traía el corazón en la garganta, bien apachurrado, porque ese día me tocaba quedarme a velar y mi señora no me contestaba el teléfono. Seguro se le quedó sin batería o lo dejó en la casa por salir a las carreras para irse al hospital con nuestro niño. No quería pensar en alguna situación fatalista porque, si lo hacía, lo único que iba a ganar era un deseo desesperado de irme de ese lugar y el impulso me llevaría a perder mi trabajo. Ese era un lujo que no me podía dar.

El tiempo avanzó mientras trataba de calmar mi mente. Me senté en el pequeño cubículo donde descansaba durante mi turno y dormitaba cuando me tocaba velar. No era la gran cosa, pero era un espacio funcional para relajarse después de un momento tan intenso como ese, el entierro de un niño. Y, poquito a poco, el cansancio me ganó y cerré poquito los ojos.

Desperté un tanto asustado. La luz del sol era naranja, pero no brillante, sino casi quemado, y las sombras de las tumbas se veían alargadas. Revisé mi reloj: eran casi las 7 pm y la hora de cierre era a las 6 pm. Estaba atrasado y esto me podría traer problemas. Me levanté para ir a cerrar la reja y dar la primera ronda, esperando que nadie hubiese entrado a hacer algún destrozo. En cuanto estuve fuera del cubículo, con las llaves en la mano, me di cuenta de que los papás de esa criaturita seguían ahí. Con toda la pena del mundo, me acerqué a ellos:

—Buenas, señores. Disculpen, yo también soy papá, sé lo que están sintiendo con su angelito, pero ya tengo que cerrar. Ya los dejé un ratote extra y me puedo meter en problemas.

—Lo entiendo, amigo —el hombre me miró y en sus ojos vi la tristeza de todo el mundo—. Pero... Mi mujer... Era nuestro único hijo. Y se nos fue rápido, entre dolor y pena. Por favor, le suplico que nos dé un rato más. Cierre la puerta para que no lo reporten. Sólo deje que nos despidamos al menos por hoy—me extendió su mano con un billete de una denominación que yo sólo había visto en carteles, de esos donde anuncian préstamos grupales—. Por favor, sea razonable.




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