Historias de Cementerio

Exequias

No importa el trabajo que tengas y si lo amas o no: hay cosas que sólo las haces porque es parte de tus responsabilidades. Incluso si existe la posibilidad de negarte a hacerlo o asignarlo a alguien más, lo haces. Para mí, un sacerdote con más de 30 años sirviendo a la Iglesia, es el Ritual de Exequias, pero eso no fue así siempre. No, mi perspectiva cambió gracias a una vivencia ocurrida hace un tiempo.

En realidad, no tiene mucho. Me enviaron a una iglesia en un pueblo pequeño en provicia, un lugar rodeado por montañas, así que el clima era bastante agradable. Recuerdo bien que, cuando llovía o era temporada de frío, la neblina cubría los árboles, las casas y la iglesia misma, pero, lejos de ser aterrador, me parecía hermoso, relajante, lleno de paz: una muestra de que el Señor habíta en todas las cosas y nos cubre de maravillas. O al menos eso creía hasta esa noche.

En todo el país eran tiempos convulsos, llenos de violencia y desesperación. Incluso para nosotros como sacerdotes era bastante peligroso. Al menos dos colegas, que conocí durante mi tiempo de seminarista, habían sido asesinados por "hablar de más en una homilía" y por "negar un servicio religioso a una persona importante". Y yo estaba en un Estado donde la violencia era tal que el ejército había tenido que intervenir. En cada misa trataba de darle paz y calma al pueblo, pero, en el silencio y la soledad, estaba aterrado: le pedía tanto a mi Dios que me protegiera, que me alejara de todo mal, pero ni siquiera la oración más poderosa puede salvarte del destino.

Una noche de agosto, mientras caía una tormenta que parecía diluvio, estaba en mi cuartito dentro de la iglesia, rezando mis oraciones de la noche, dispuesto a dormir arrullado por el sonido de la lluvia y el compás de los truenos. Ese día me había acostado tarde, pues me llevó un buen rato colocar cubetas y otros recipientes para aminorar el daño de las goteras. Además, sentía el alma inquieta: sabía que algo estaba mal, pues incluso el aire estaba enrarecido. Cené algo ligero, recé y volví a rezar, esperando que la sensación se calmara, pero ahí seguía, clavada como una estaca en mi pecho. Tomé la Biblia y empecé a leer los Salmos, que siempre, desde pequeño, llenaban mi ser de paz y amor.

Hasta que alguien tocó la puerta de la iglesia.

Revisé mi reloj y pasaba de la medianoche. Pensé que era mi imaginación o que había caído un trueno y, por mi estado de nerviosisimo, lo confundí con ese sonido, así que respiré profundo y lo dejé pasar. Seguí leyendo y el sueño llegó a mis ojos, que comenzaron a cerrarse pese a mi esfuerzo de terminar la lectura.

Y de nuevo tocaron la puerta.

Esta vez no hubo truenos, sólo el sonido constante de la lluvia en el exterior. Después del primer golpe, siguieron otros más y no se detuvieron. Intenté mantener la calma. Me vestí a toda prisa, listo para atender el llamado porque, si alguien llama con tanta desesperación a la puerta de una iglesia, debía ser una emergencia. Para llegar a la puerta, debía recorrer todo el templo, desde el altar hasta la salida. Los truenos se intensificaron y se convirtieron en la única luz que rompía la oscuridad del lugar. Las figuras de los Santos, el Crucifijo... Todo lucía tan aterrador, tan oscuro. Y, aunque era la Casa de Dios, parecía, más bien, que se había abierto para otra entidad, para una más oscura y contraria al Señor.

Los golpes en la puerta seguían, cada vez más intensos.

—¡Voy! ¡Voy! ¡Ya voy!

Pero algo en mi cuerpo me detenía. Me quedé parado justo en medio del pasillo, a mitad de la iglesia. El miedo me paralizó por completo. Recordé a mis compañeros del seminario, aquellos que habían sido asesinados. Desde ahí venía mi miedo. Claro, porque ¿quién más tocaría de manera tan desesperada a esas horas de la noche, con esa tormenta? Y ahora la pregunta era ¿por qué tenía que sucederme a mí? Estaba tan lejos de mi familia, eso era bueno, porque no podrían seguirme la pista, o al menos eso esperaba, pero también era malo porque no sabrían que morí ¿cuánto tiempo tardarían en saberlo? ¿Moriría en la iglesia o me llevarían a otro lugar? ¿Encontrarían mi cuerpo?

Y la puerta seguía. Los golpes eran cada vez más intensos, parecía que querían tirar la puerta.

Me puse en movimiento. Sí tenía miedo, pero sería muy pretencioso luchar contra el destino. Si había llegado mi hora, no tenía caso resistirme. Y abrí la puerta. Frente a mí, vi a seis personas, cuatro hombres y dos mujeres, que, aún con la lluvia, hacían guardia a un féretro café claro:

—Padre, necesitamos que le haga su misa a mi mamá.

—Hijo, estas no son horas para una misa ¿Por qué no la velan y les doy la primera misa, a las 08:00?

—No podemos, padre. Ya nos vamos del pueblo. Haga la misa, por favor.

—Pero, hijo...

—¿Jesucristo nos negaría esto, Padre? Venimos en paz, en calma y con el dolor de haber perdido a nuestra madre. Haga la misa, recíbanos como lo haría Cristo.

Me dió tanta pena verlos bajo la lluvia, con los rostros tan descompuestos, que les permití pasar. Sin embargo, había algo raro en ese cortejo, lo noté desde que pasaron a la iglesia. Para empezar, no llegaron al pie del altar: se quedaron justo donde yo me había paralizado por el miedo hace unos instantes. Cuando les pedí que avanzaran, dijeron que permanecerían en ese lugar para "no ensuciar mucho". Muy considerados, aún en su dolor.

Les pedí que me dieran un momento para encender las luces y así lo hice, pero justo cuando encendí el interruptor, el estruendo del rayo y el trueno dejaron todo en tinieblas, además de hacer que el suelo vibrara como sólo lo hace durante los temblores.

—No importa, Padre, sólo necesitamos la bendición para poder enterrarla.

—Pero, ¿pueden hacerlo con esta lluvia?

—Ese no es su problema, Padre. Apresúrese.

Me pareció muy grosera y prepotente la actitud de este señor, pero, una vez más, llegaron a mi mente mis compañeros muertos a manos de esas personas y, al mismo tiempo, lo poco que sabía de Psicología, las maneras que existen de procesar el dolor. Fui empático, me llamé a la calma y tomé la benditera para rociar la caja con ella. Cuando pedí que la abrieran para rociar el cuerpo, una de las mujeres, con el rostro cubierto por un velo, se colocó frente a mí, en una actitud desafiante:




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