Desde mi infancia he tenido aversión por las imágenes religiosas. No entiendan esto como una historia de posesiones o algo que obedece al orden demoniaco. Mi familia jamás ha tenido esas prácticas y yo, al crecer, tampoco las busqué ni llamaron mi atención. De hecho, cada domingo, en cada fiesta religiosa, tenía que tragarme todas las emociones que me provocaban esas figuras de yeso, con rostros dolientes y poses un tanto extrañas, pues mi familia era católica, personas creyentes y practicantes. Escondía mi mente al clavar la mirada al piso, buscando hasta la última suciedad en mis zapatos, descubriendo las grietas de la iglesia, examinando los pies de todas las personas a mi alrededor, fueran familia o no.
Pero, había dos figuras que me perseguían por semanas cuando las veía, que estaban ahí aunque cerrara los ojos o estuviera durmiendo: el Nazareno y Jesús en el Sepulcro. Ambas son propias de la Semana Santa y no hay manera de escapar de ellas, pues, al menos en la ciudad donde vivo, organizan procesiones donde dichas imágenes son las protagonistas. Además, el silencio, las oraciones, la actitud de las personas... Todo eso me producía una opresión en el pecho, algo tan escandaloso y doloroso que no había manera de erradicarlo.
Y así viví, durante un par de décadas, con ese temor, hasta el día que decidí que era suficiente, que no podía sentirme así ante figuras inanimadas. Me convencí, con firmeza, que eran lo mismo que cualquier juguete que hubiera tenido en mi infancia y no encontré mejor manera de vencer el miedo que enfrentarlo cara a cara: me apunté al voluntariado para esos días, desde el Miércoles de Ceniza y hasta el final de la Semana Santa, pues la forma de vivir estos días se había popularizado y ahora era un evento importante a nivel turístico.
Ese día inició con toda normalidad y transcurrió sin ningún inconveniente. Pasé muchísimas veces frente a todas las imágenes que tenían en la iglesia. Al principio, no lo niego, sentí algo de miedo, pero, conforme fue pasando el tiempo, se fue disipando y no tuve mayor problema. Fue una jornada muy larga. Al llegar el momento de cerrar la iglesia al público, todos estábamos agotados. Yo era de las personas más jóvenes, pues la mayoría de voluntarios eran mujeres de edad avanzada. Teníamos que limpiar un poco y acomodar cosas, como los recipientes donde se había colocado la ceniza. Siendo considerada, como siempre me enseñaron mis padres y abuelos, les dije que yo podía quedarme a hacer todo eso sin problema para que las "abuelitas" se fueran a descansar a sus casas. Y no es como que hayan tardado mucho en pensar su respuesta: lo tomaron de inmediato y sólo nos quedamos tres personas a hacer las labores de limpieza.
Cada quien tomó su escoba, trapo y cubeta. Habían acudido miles de personas y abrir el templo al día siguiente... No era lo más higiénico y no era correcto. Además, si algo llamaba la atención de los turistas era lo bonita que se veía nuestra iglesia. Todo transcurrió sin problema, hasta que llegó ese momento... Poquito a poco se fueron las otras dos personas que quedaban ahí conmigo y, cuando salió el señor cura y me vió limpiando, se acercó con una sonrisa en los labios:
—Ya te dejaron sola... Pero el templo nunca había estado tan limpio ¡Felicidades!
—Ja, ni cuenta me di. Bueno, creo que ya es lo último —dije, mientras colocaba los recipientes de la ceniza en una bolsa plástica bien sellada, para evitar que se maltrataran, pues no serían usadas sino hasta el siguiente año—. Ya nada más hay que guardar eso.
—Ah si. Mira, la bodega está aquí, saliendo al patio, la última puerta que veas a la izquierda. Ahorita no tiene candado. Llévalos en lo que yo cierro bien aquí y ya, nos vamos cada quien a su casa.
—¿Está seguro?
—Claro, hija, confío en ti.
Con un par de palmaditas en la espalda, me empujó para que comenzara a caminar. La iglesia estaba bien iluminada y, al salir al patio, me topé con una oscuridad total. La luz del templo apenas si reflejaba un poco, dando una tenue luz al camino que debía seguir para llegar a la bodega. Aunque ya era una mujer adulta, el miedo me paralizó por completo y no encontraba la fuerza para avanzar. Entonces comencé a hablar conmigo misma, a decirme que era ridículo que me sintiera de esa manera, pues estaba en un lugar santo y ninguna entidad podía dañarme. Al menos esa era mi lógica en ese momento.
Avancé, primero con pasos temblorosos y, poquito después, un tanto firmes.
Y sentí cómo algo comenzó a seguirme. Pero tal vez era sugestión, consecuencia del ambiente oscuro, de la presencia de las imágenes que me habían perturbado durante toda mi vida. Así que seguí avanzando, sin prestar mucha atención a esa sensación porque yo sabía que era tonto, que era producto de mi imaginación.
Hasta que sentí cómo esa cosa avanzaba más rápido hacia donde yo estaba.
Me detuve en medio de la oscuridad, ya no preocupada por el miedo que me producía, sino por el temor de que alguien se hubiese quedado con la intención de robar o de algo peor. Bien decía mi abuela "hay que temer a los vivos, no a los muertos". Además, vuelvo a lo mismo: estaba en un lugar santo, ¿cierto? Allí no había fantasmas ni seres aterradores que no pertenecieran al mundo de los vivos.
—¿Quién anda ahí? No estoy sola, ya hay alguien llamando a la policía —mentí para intimidar.
—Sandra... —la voz era extraña, con una marcada lejanía, pero, al mismo tiempo, se sentía tan cercana, como si susurrara a mi oído.
—¿Quién eres? ¿Nos conocemos?
—Sandra... Tú también me conoces —escuché que avanzó varios pasos y yo no podía moverme, estaba congelada—. Ven, date la vuelta para que puedas ver mi rostro.
La voz, aunque extraña, comenzaba a sonar familiar. Decidí entonces darme la vuelta para ver quién era, si se trataba de alguno de los voluntarios que había estado todo el día en la iglesia y que se quedó dormido por ahí, sin hacer ruido. Cuál fue mi sorpresa, mi horror, al ver que, frente a mí se encontraba el rostro doloroso y desencajado del Nazareno. Los ojos de vidrio tenían una chispa de vida, algo tan profundo que te perforaban el alma, destrozándote. Estaba inclinado hacia adelante para alcanzar un poco mi altura, ya que esa era una figura de casi dos metros de alto. Con esta postura, la peluca caía hacia adelante, dejando al descubierto la corona de espinas; el pelo falso, al igual que la corona, estaban llenas de polvo, suciedad y telarañas, que enmarcaban el ensangrentado rostro. Sus manos, frías y pálidas... Él las colocó en mis hombros, obligándome a ver su cara, a centrarme en sus ojos. Escudriñó mi rostro, cada arruga en mi rostro, el temor reflejado en mis ojos, en la mueca de mis labios.
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Editado: 12.03.2025