Historias de Cementerio

Encadenados - Parte I

Si, he amado. Me atrevo a decir que he amado más que cualquiera que se atreva a leer estas palabras porque ¿no es la locura la forma más sublime del amor? ¿No nos enseñan que, para el amor, todo es posible? ¿Que el amor está más allá del bien y del mal? Por ello vemos a tantos con sus amantes, sin importar si eso rompe una familia entera o el corazón de un niño. Al menos a mí me enseñaron que así era el amor y así es como declaro que yo he amado, con intensidad y sin importar las consecuencias.

El problema es que a mí no me han amado.

Me enamoré de Camila desde que, a nuestros 15 años, la conocí en la preparatoria. Era el primer día y ella entró por la puerta... Camilia. Era tan bella, brillaba tanto como el sol, era una princesa, con su cabello radiante y su sonrisa espectacular, su voz melodiosa y encantadora. Era una sirena, una criatura magia y bella. Yo era sólo un tipo común, sentado en las últimas bancas para no llamar la atención de nadie, para pasar desapercibido porque tenía acné, una nariz grande y era delgado: el blanco perfecto para las burlas. O al menos eso había aprendido durante la secundaria.

Camila.

Me limité a verla con disimulo, a escuchar sus participaciones en clase, a disfrutar de cada comentario que le hacía a sus amigas. Ella era, además de hermosa, muy inteligente. Se sentaba en los primeros lugares para estar pendiente de la clase y tomar todas las notas que fueran necesarias. Por esta razón, en ocasiones los profesores le pedían que les ayudara a pasar asistencia o entregar los exámenes y era tan hermoso cuando sus labios se movían justo lo necesario para pronunciar mi nombre. Ese era un momento mágico. Cuando eso pasaba, cada centímetro de mi cuerpo era tocado por una especie de electricidad, algo particular, algo relacionado al amor.

Jamás le hablé, no tuve el valor de hacerlo. Ella era una reina y, yo lo sabía, al ver mi rostro con acné, mis brazos huesudos, se reiría en mi cara y ya ni siquiera querría decir mi nombre, aún si un maestro la obligaba. Así que me conformé con las migajas, esa pequeña atención que siempre tuve por ir en el mismo salón que ella y fue suficiente hasta que reaccioné que faltaban un par de meses para terminar la preparatoria y ya no volvería a verla.

Camila, brillante como siempre, había sido aceptada en la universidad más importante del país para el programa de medicina. Yo estudiaría en la universidad estatal, una carrera administrativa, algo que me permitiera hacerme cargo del pequeño negocio familiar, que comenzaba a ver mejores días. Tenía prohibido intentar otro movimiento para mi futuro, pues de él dependía el futuro de la familia. Al menos eso me habían dicho. Y esa responsabilidad me costaría mi Camila. Yo hubiera estudiado medicina por ella, para verla, para seguir sus pasos y cumplir sus sueños porque, aunque ella fuera ajena a mi existencia, era mi única razón para respirar.

Camila.

Se iría para siempre y mi vida también se iría con ella. No tenía sentido vivir si no era por y para ella.

—¿Carlos? —Luciana, mi amiga desde la infancia, se acercó al verme pensativo y con los ojos llorosos— ¿Otra vez Camila? Ya decídete a hablarle o algo. en "no" ya lo tienes asegurado: ve por el "sí".

—¡Claro que no! Imagínate que se vaya corriendo y ya no quiera regresar a la escuela para ya no verme.

—Llevas tres años suspirando por ella. No avanzas y sólo te haces daño. Aparte ella es muy amable, hemos hablado y no creo que reaccione de esa manera.

—Ay, Lucy, ¿qué podría decirle? ¿De qué manera me podría ver menos extraño?

Me dió mil consejos de las cosas que le gustaban a las chicas, en especial a Camila. Ella había tenido interacciones con mi amada por trabajos en equipo y por simple convivencia. Yo escuchaba a Luciana hablar y me parecía una voz lejana, porque mi mente estaba llena de fantasías, de cómo sería la vida con Camila cuando termináramos la preparatoria, la boda que tendríamos, nuestros hijos y sus nombres.

—Oye, tú, rarito —Gilberto, un compañero de clase rechazado abiertamente por todos por vestir siempre de negro, tener tatuajes y perforaciones y siempre estar hablando de demonios, se acercó a donde estábamos Luciana y yo—. Ya deja de verla así que la vas a desgastar.

—Gilberto, ¿por qué no nos dejas solos? —dijo Luciana, bastante molesta.

—Uy, tranquila, pichoncita. Vengo a ayudar a tu amiguito con sus "problemas" del corazón —de una forma muy grosera, se colocó frente a mí, dando la espalda a Luciana—. Escucha, enamorado, si hay una manera en la que la bella Camila se puede fijar en un monstruito como tú ¿Te interesa?

—De verdad, Gilberto, déjalo en...

—Espera, Lucy —ahora fui yo el que interrumpió a mi amiga— ¿A qué te refieres?

—Mira, tengo una tía que se dedica a hacer chambas de... —me golpeó en el hombro, de manera juguetona—. De esas no, cochinote. Hace trabajos de brujería, desde limpias hasta amarres. Ella puede ayudarte.

—¿Brujería? ¿Tanto así?

—Pues guapo no eres, cabrón —se río en mi cara, de un modo bastante ruidoso—. Sabes dónde encontrarme, pero no lo pienses mucho porque yo no soy hermanita de la caridad.

Se alejó, aún riéndose de mí. No supe si mi cara reflejó algo de miedo o si mi situación le parecía graciosa, pero sabía que se reía de mí. Con una expresión de incredulidad, Lucy me miró fijamente, pues ella me conocía como nadie: éramos amigos desde el jardín de niños porque nuestras mamás eran amigas, así que crecimos casi como hermanos. Me invitó a salir del salón de clases, a caminar un poco para que nadie más escuchara lo que tenía que decir. Ya cuando estuvimos lejos, me habló con severidad:

—Ya vi esa expresión de duda ¿Piensas ir con ese loco?

—No lo sé, Lucy ¿Qué tal que funciona?

—¿Y no es más fácil ir hacia ella y decir "hola"? Las personas se conocen así, diciendo "hola, me llamo X".

—Pero, es que no lo entiendes... No quiero perderla.




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