Los días que siguieron a ese beso fueron un sueño total. Camila no se despegaba de mí y yo no podía despegarme de ella. Cuando estábamos juntos, nada más parecía existir, sólo nosotros. Incluso los profesores notaron que el rendimiento de Camila había bajado y, con los exámenes finales en la puerta, la llamaban aparte para decirle que, si bien una mala calificación no le afectaría en la acreditación de las materias, si ponía en riesgo su futuro, que tenía que enfocarse en sus metas a largo plazo, no en una relación de pareja. Y, cada vez que alguien le decía algo así, ella se molestaba y respondía de manera agresiva, algo que no correspondía con la personalidad que siempre tuvo, esa que me mantenía suspirando en silencio y que, ahora, me parecía un tanto incómoda.
Intenté arreglar las cosas con Luciana, volver a ser amigos, como siempre lo fuimos, pero seguía molesta porque, aunque no se lo confirmé, ella sabía que mi relación era consecuencia de algo que había hecho con Gilberto. Además, Cami me prohibió hablarle a cualquier mujer, porque incluso voltear a verlas era el peor insulto que le podía hacer y terminaba en una discusión donde mi amada lloraba con amargura y, en medio del llanto, reaccionaba y se preguntaba qué estaba sucediendo y porqué estaba conmigo.
Pero no necesitaba discutir con ella para recordar que no me pertenecía. Gilberto se acercaba cada semana, el jueves sin falta, a recordarme que yo estaba en deuda con él y con su tía y, cuando le preguntaba cuánto dinero quería, se daba la vuelta y se burlaba de mí. Siempre me lo decía y yo era incapaz de verlo:
—Aparte de feo, idiota. A veces, sobre todo en estas veces, no se trata de dinero.
Incluso los padres de Camila hablaron conmigo, pues creían que era decisión mía el vernos todo el tiempo, estar juntos. No querían que su hija arruinara su vida, esa gran oportunidad que tenía de estudiar medicina y convertirse en doctora, lo que siempre había soñado. Yo me mostré en toda la disposición de tomar distancia, pero era ella quien regresaba a mí, diciendo que no podía estar sin mí.
Un día, pasó lo que tenía que pasar. Estábamos sólos en mi casa y los besos empezaron a aumentar su intensidad. Comenzamos una especie de juego, donde ella me quitaba algo y yo también le quitaba algo. Era hermosa, de pies a cabeza. Su piel olía delicioso y era muy suave, se veía tan frágil entre mis dedos. Cada movimiento de su cadera y la mía, cada respiro en esa entrega, cada jadeo... Puedo jurar que era, en parte, verdadero, que nada tenía que ver la brujería que había hecho, que nosotros sí estábamos destinados a ser uno. Fue suave, ligero como un poema, y el sudor y la saliva terminaron por sellar ese pacto de amor y por calmar esas ansias locas que tenía por Camila. Por suerte mis padres habían salido de la ciudad y nadie más estaría en casa, porque parecía que mi amada nunca estaba satisfecha, sin importar cuánto tiempo estuviéramos haciendo el amor.
Esa fue la constante por las siguientes semanas, donde aprovechábamos cada momento, cada lugar donde podíamos estar solos para tener intimidad. Conforme pasaban los días, ella parecía disfrutarlo más, pero también se perdía el brillo de su mirada. De tener ojos avellana, ahora eran de un marrón tan oscuro que más bien parecían negros y, además del color, eran opacos, como si fueran los ojos de una muñeca o de un maniquí, de algo sin vida. Camila me consumía y yo a ella, ambos estábamos locos y deseosos el uno por el otro. Y la imprudencia tenía que pasarnos factura porque, en todo ese frenesí, nunca nos detuvimos a pensar en usar algún tipo de protección y pronto descubrimos que mi amada llevaba en su vientre el fruto de nuestro amor.
Sus padres querían matarme. Estabamos a dos semanas de terminar la preparatoria, de que ella se fuera a los cursos de la universidad y ahora debía asumir una responsabilidad gigante. La madre de Camila incluso sugirió que era mejor abortar a esa criatura, argumentando que, si seguíamos juntos en el futuro, podríamos casarnos y formar una familia una vez que cada quien terminara su licenciatura. Tanto Camila como yo nos opusimos. Ella reaccionó de manera violenta, diciendo que ese niño tenía un destino, que por eso había llegado a nosotros, que tenía que cumplir con su propósito. Ese día, por su capricho y por miedo a que su madre la obligara a perder a nuestro hijo, se fue a vivir conmigo. Y allí fue donde mi sueño se convirtió en una pesadilla total.
Conforme avanzaba el embarazo, día con día, Camila se volvía más irritable, no toleraba que nadie estuviera cerca y tampoco que yo me fuera. Me tenía que ir a trabajar para tener dinero y correr con los gastos médicos, las cosas que ocuparía el bebé, todo lo que mi amada necesitara. Aún con ello, Cami insistía en que había alguien más, que no deseaba estar con ella, que la dejaría en cualquier momento. Y los días se iban entre llanto, enojo y una especie rara de amor, algo confuso. Sus reclamos me desgastaban y las noches eran muy largas, pues decía que algo salía de abajo de la cama, del clóset, que se asomaba por la ventana. Mi bella mujer despertaba en medio de gritos, pero hubo una noche donde las cosas fueron distintas.
Era 29 de octubre y Camila estaba en el quinto mes de embarazo. Por la mañana fuimos a chequeo con el ginecólogo y nos dijo que el bebé estaba creciendo bien y que era un niño. Empezamos a dar algunas ideas de nombres: Fernando, Uriel, Cristian, Rafael... No decidimos nada, pero sí teníamos muchas ideas. Queríamos encontrar el nombre perfecto para ese hermoso bebé. El problema es que, en cuanto salimos del consultorio, noté que mi amada estaba extraña, más de lo que ya era normal desde que vivíamos juntos. Su mirada era de terror y volteaba para todos lados, invadida por una paranoía que no tenía un origen que pudiera explicarme, pero, según me decía "había algo que estaba a punto de alcanzarla". Traté de calmarla de todas las maneras posibles y lo único que conseguí fue una pelea por tener que irme a trabajar. Tuve que inventar una excusa en el trabajo para quedarme para evitar que se pusiera mal.
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Editado: 12.03.2025