Historias de Cementerio Vol. 2

Las últimas cosas

Aún recuerdo las chocantes palabras de esa falsa monja aborrecible: "déjala sufrir, el sufrimiento nos acerca a Dios, eso la llevará a la Gloria Eterna". Claro, como ella no escuchaba la garganta de su madre desgarrarse por los gritos de la agonía y tampoco veía cómo su cuerpo se retorcía y deformaba en los terribles espasmos de la muerte, tan cercana y lejana a la vez. Yo tenía 9 años cuando todo eso pasó. Era sólo una niña y estaba tan molesta con la vida como sólo un anciano que ha vivido su existencia entre desgracias podría estarlo.

Esa misma monja se paseaba todos los días por mi casa, entrando y saliendo de la habitación de mi mamá, fingiendo sorpresa al verla en condiciones tan deplorables, tan nauseabundas para cualquiera que se acercase siquiera a la puerta. El olor a excremento, a medicamento y a muerte era la constante, el perfume de ese lugar, el aire que se respiraba en ese ambiente. Y la maldita monja entraba sólo a rezar, a decirle que encomendara su alma al Señor, que le entregara su dolor, que extendiera su pena y agonía para glorificar a Dios.

El día que murió mi madre... No pude resistirlo. En lugar de llamar a la enfermera que habían contratado mis abuelos, la maldita se puso a rezar en voz alta, a grito abierto, pidiendo a quién-sabe-quién que recogiera esa alma, que ella la entregaba para su consideración y clemencia. Y yo entré corriendo, me abalancé contra ella y comencé a golpearla tan fuerte como pude en la cara. Ponía sus manos en su rostro, pero yo encontraba cómo quitarlas y seguir golpeando, incluso la mordí. Fue un ataque salvaje que sólo se detuvo cuando la enfermera entró y me alzó desde la cintura, permitiéndo que esa mujer saliera. Yo la ví, igual que la enfermera, sangrando, con el rostro deformado por los golpes, con las marcas de mordeduras, muy lastimada. Y aún así, se dió tiempo para mirarme y la calma para maldecirme. No recuerdo sus exactas palabras, pero sé que fue cruel, al punto que la enfermera le pidió que se retirara, que me dejara en paz.

Ella, Rosario, no olvido nunca su nombre, se acercó a verificar los signos vitales de mi mamá. Ya no había respiración, tampoco latidos. Su piel se veía extraña, como cubierta de ceniza y, al tacto, era parecido a tocar la cerámica, aún no tan frío, pero no cálido como alguien vivo. Recuerdo que ella me sostuvo en sus brazos mientras llamaba a mis abuelos para que un familiar tomara las riendas de la situación. Cuando llegaron mis abuelos, les contó rápido lo que había pasado con la monja esa. Yo lloraba, pedía perdón, le rogaba a mi madre que no me dejara, que no podría vivir sin ella, pero nadie respondía, nadie tenía las palabras justas para aplacar la tristeza y el odio que se mezclaban en mi pequeño corazón.

La gente de la funeraria no tardó tanto en llegar y, con mucha ligereza, como si se tratara de un juguete y no un cuerpo de un adulto, colocaron a mi madre dentro del ataúd. Ese fue un momento muy doloroso. Recuerdo que caí al suelo porque las piernas no podían sostenerme. Grité, llena de dolor y furia, que Dios y la vida eran tan injustos, que me quedaría sola, que no se llevaran su cuerpo... Y aún con eso, puedo recordar a la perfección cómo Rosario empezó a quitar las sábanas de la cama mientras pasaba un manojito de hierbas sobre ese lugar donde estuvo agonizando mi madre. También la vi vertiendo un líquido, que aún hoy no soy capaz de reconocer, y moviendo los labios rápidamente, recitando algo que, claro estaba, no quería que nadie escuchara.

Eso podría pasar desapercibido, de no ser porque, en cuanto el ataúd estuvo en la carroza fúnebre, empezaron las coincidencias y los eventos extraños. Apenas avanzó unos diez metros y se poncharon dos llantas del auto. Al estarlas cambiando, uno de los trabajadores se lesionó la mano derecha y el otro se golpeó muy fuerte en la cabeza. Además, al estar estacionados frente a la funeraria, otro auto llegó y se impactó directo en la carroza. El daño en ambos vehículos fue mayor a lo que se podría esperar de un golpe a baja velocidad y el conductor del otro auto decía que una luz lo había cegado justo al pasar por allí, haciéndolo perder el control. Después, mientras preparaban el cuerpo, el encargado de arreglar a los muertos perdió el conocimiento en tres ocasiones, sin explicación alguna. Y, cuando el cuerpo de mi mamá estuvo listo para ser colocado de nuevo en el ataúd, la base donde estaba colapsó y se estrelló contra el sueño. Incluso me tocó ver a los trabajadores de la funeraria santiguarse y hablar con la dueña del negocio para pedirle que cancelara ese servicio, que ellos ponían de su bolsa para pagar la multa que se estipulaba en el contrato, pero que ya habían sido suficientes coincidencias, que ese funeral tenía algo extraño, tal vez un embrujo.

Y tenían toda la razón del mundo.

Ya para caer la noche, mientras velábamos, apareció la monja, pero sin ninguna marca de la golpiza que yo le había dado. Se veía, más bien, radiante, más joven... Podría jurar que era otra persona, aunque guardaba cierto parecido, pero la voz era chillona e inconfundible. Era ella.

—Hermanos míos, vamos a rezar por el eterno descanso de nuestra hermana, hija del Señor.

Y todos empezaron a repetir lo que ella decía, a hacer las oraciones que indicaba, pero algo en mi no me dejaba tranquila porque yo sabía el nivel de daño que le había ocasionado a esa mujer. Además, ella quería acercarse a mí, pero yo no lo permitía, me levantaba y me iba a otro lugar, incluso al baño, eso es lo de menos: no la quería cerca por sus comentarios impertinentes, por su desatinada intervención en los momentos finales de mi madre y por algo mucho más allá de mi comprensión infantil. No me daba buena espina, aunque no entendía el porqué. Y eso lo entendí mejor cuando llegó Rosario y miró a la monja con desprecio y rencor, mientras se acercaba a mí para entregarme una cajita pequeña.

—Mira, chiquita, esta cajita tiene las últimas cosas de tu mamá —abrí la cajita y vi un rosario, un libro de rezos y unas cuantas florecitas que yo le había cortado en el parque que quedaba justo frente a nuestra casa—. Tú decides qué hacer con ellas: te las dejas o se las dejas a ella. Recuerda que son las últimas cosas: la decisión es tuya.




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