Historias de Cementerio Vol. 2

La casa de los espejos

Nunca me había quedado a dormir en la casa de mis abuelos hasta esa noche, cuando mi mamá se quedó a cuidar del abuelo Fermín después de que la abuela Sonia falleciera. Aún con su dolor, en el camino del cementerio a su casa, mi abuelo fue muy claro y tajante al decir que nadie debía estar despierto después de las 11:00 pm. Al menos no levantado, todos en sus camas. Y nadie debía prestar atención a los ruidos del exterior, ni siquiera a los internos, porque, y no lo ocultó para nada, estaba muy seguro de que nos tocaría escuchar golpes en las puertas, en las paredes y en las ventanas. Quise reírme y pido por favor que no juzguen mis reacciones: era un muchachito de 14 años y todo lo que hacían o decían mis padres o abuelos me parecía motivo de burla, algo sin sentido. Además, no podía tomar tan en serio las palabras de mi abuelo porque, durante todo el trayecto, le decía a mi mamá que no era necesario que nos quedáramos en su casa, que podía manejar las cosas sólo.

Sobra decir que recibí varios pellizcones, codazos y miradas fúricas por parte de mi madre, quien hacía uso de estos castigos para apagar mi risa. Y así fue todo el camino: lo más normal y divertido que puedo recordar de esos días porque, cuando estuvimos fuera de la casa del abuelo, nos detuvo justo en la banqueta, bloqueando el paso para avanzar:

—Mira, Ricardo, yo sé que tú no crees ni una palabra de lo que te digo —se levantó la manga del brazo derecho y vió su reloj, haciendo de este movimiento algo ceremonioso para que combinara con sus palabras—. Son casi las 05:00 pm. Ahorita vamos a entrar y me vas a ayudar a tapar todos los espejos de la casa. Pero tiene que ser rápido, ¿entendiste? —una vez que dijo eso, sacó la llave y abrió la puerta—. Que no quede ni uno descubierto o habrá problemas por la noche.

Adentro de la casa, la oscuridad era lo único constante y, aunque había un par de ventanas grandes que tenían vista a la calle, la luz del atardecer no entraba por ellas. Mi abuelo extendió su mano para alcanzar el interruptor del pasillo principal y encender el primer bombillo. Y, una vez que mis ojos se acostumbraron a ese brillo, pude notar que la luz era magnificada por la presencia de varias docenas de espejos colgados en las paredes, otros más reposando en los muebles, otros más colocados en el suelo y unos cuantos que te devolvían tu reflejo desde el techo. En ese momento, no entendía porqué quería que cubriera los espejos, pero de algo sí estaba seguro: me llevaría más de un par de minutos.

Mi abuelo entró rápido y empezó a arrojar algo sobre los espejos. Al acercarme, vi que había, frente a cada espejo, trapos, ropa vieja y retazos de tela. No tuve que preguntar para intuir que cada uno correspondía a un espejo, pero ¿qué pasaba con los del techo? ¿Qué los cubría? Sin necesidad de abrir la boca, mi abuelo me ordenó apresurarme, diciendo que más tarde respondería todas mis preguntas. Mi madre, por su parte, había entrado a la cocina a preparar algo de comer, o al menos eso creí hasta que escuché cómo ella también iba de un lado a otro, cerrando las ventanas. Mientras hacíamos esta labor, bastante extenuante, nos topamos un par de ocasiones y ambos teníamos la misma cara, la de alguien que actúa por impulso y no basado en la razón. Cuando por fin terminamos ya eran las 05:45 pm. Mi abuelo nos indicó que fuéramos a la cocina a cenar algo rápido y que, después de eso, sería hora de encerrarnos en nuestras habitaciones.

Comimos algo y salió la siguiente regla del abuelo: no dejar trastes sucios ni sillas abiertas para que ninguna ánima errante se sentara a la mesa. Así, lavamos los trastes usados, los secamos y guardamos y la mesa también se limpió y todas las sillas se quedaron recogidas, es decir, con las patas hacia el techo y el asiento sobre la mesa. Al final era su casa y sus reglas no serían negociadas, no esa noche. Mi abuelo volvió a decir que no debíamos salir de la cama, sin importar lo que escucháramos. Aunque un amigo, conocido o familiar tocara a la puerta, suplicante, nadie debía abrir. Y yo, estúpido, pensé que mi abuelo era un loco paranóico.

Cerca de la medianoche, escuché claramente cómo alguien tocaba a la puerta de la casa. Tomé mi celular y le escribí un mensaje a mi mamá, que estaba en otra habitación, sólo para que quedara constancia del hecho. Me sorprendió que ella me respondiera con rapidez, pues no era propio de ella estar despierta a esas horas:

"Sí, lo escucho ¿Tú oyes a esa mujer?"

"¿Cuál mujer? No escucho nada, mamá".

"Esa, la que está en el otro cuarto, que parece que está rezando".

Dejé el celular de lado, respiré profundo y cerré los ojos, esperando que eso me ayudara a amplificar mi oído. Entonces noté la voz que decía mi mamá y sí, parecía ser una mujer diciendo algún rezo, leyendo algo a toda velocidad o hablando en voz baja, pues era imposible sacar siquiera una palabra en limpio para entender de qué iba esa voz. Apenas abría de nuevo mis ojos cuando escuché un grito desgarrador, como de un niño, proveniente de la planta baja. Puedo describirlo como el grito de un niño pequeño que acaba de tener una pesadilla y, además de gritar, se entendía un claro "mamá, mamá".

"¿Estás escuchando eso?"

"No. Ya duérmete. Obedece a tu abuelo".

Me puse boca arriba, viendo hacia el techo, y noté que justo ahí había un espejo, no muy grande, pero tampoco era pequeño. Ya no quise mandarle mensaje a mi mamá porque podría molestarla. Sólo me quedé en silencio, cerré los ojos y traté de olvidarme de que había visto eso, aunque no fue tan simple. Una vez que lo noté, fue muy difícil deshacerme de su imagen, de cómo me veía acostado, esa posición tan vulnerable, tan parecida al descanso eterno...

¿Esa era una idea mía o de alguien más?

Me senté en la cama y recargué la espalda en la cabecera. Suspiré. Nunca antes había pensado en mí de esa manera, de la forma que lo hacen aquellos que anhelan la muerte ¿De dónde tomé esa idea? ¿Era, acaso, un pensamiento surgido por la muerte de mi abuela? Si, debía ser eso, estaba nervioso por estar en una casa ajena, también cargaba la tristeza y la sensación de pérdida relacionada con el luto... Todo estaría bien con el pasar de los días. Me empecé a dejar caer, a deslizarme




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